Seguro que al ministro Bolaños le resulta embarazoso consultar el diario de sesiones del 3 y 4 de abril de 1968, los días en los que las Cortes franquistas debatieron y aprobaron la ley de Secretos Oficiales.

Las actas recogen las discrepancias que generó ya entonces el proyecto del Gobierno tanto en la “prensa española”, con “comentarios unánimemente desfavorables” y “recelos patentes”, como entre los propios procuradores del régimen.

Hasta 18 votaron en contra tras un debate que tachó la norma de “retroceso político”, en la que se habló de un “proyecto restrictivo” e “innecesario” que suponía “un ataque grave al principio de publicidad y al derecho de los españoles a la información”.

Incluso un navarro, el carlista José Ángel Zubiaur Alegre, presentó una de las únicas tres enmiendas a la totalidad para que el Gobierno de Franco reconsiderara su posición y retirara la propuesta, sin éxito. Es decir: que la ley ya era controvertida entonces, en pleno franquismo, precisamente por su opacidad.

El encargado de defender la pertinencia de la ley fue Torcuato Fernández-Miranda, figura luego endiosada por la leyenda rosa de la Transición como artífice de la llegada de la democracia. 

Los argumentos

Lo interesante de su intervención es que repasa en un preámbulo todo el contexto de la ley, que llegó en una etapa especialmente convulsa. El Gobierno de Franco decidió regular un espacio hasta entonces “no reglado”, explicó Fernández-Miranda, mientras crecía la “subversión” en la universidad, con EEUU envuelta a las protestas tras el asesinato de Martin Luther King y con los americanos matando y muriendo en Vietnam.

En ese revuelto final de los sesenta llegó un proyecto que recibió varias críticas por parte de un grupo que quedó reducido a 18 procuradores en el momento de la votación final. Los argumentos contrarios fueron, en primer lugar, que el proyecto era “innecesario”, porque las distintas leyes del régimen y el Código Penal ya recogían cómo actuar con los secretos oficiales.

En segundo lugar, que la ley implicaba un “retroceso político” e incluso un “ataque grave al principio de publicidad y al derecho de los españoles a la información”, lo que irremediablemente conduciría a un “retroceso en el proceso evolutivo de nuestro sistema”.

Los diputados a favor de la ley tuvieron que remitirse a los Principios Fundacionales del Movimiento, al franquismo más químicamente puro, para justificar la ley. Defendieron que en la España de Franco lo individual estaba supeditado a los intereses generales de la nación. La pregunta incómoda que hay que hacerse hoy es en qué se basa el Gobierno para no derogarla.