Melilla La puerta cerrada de Europa
Apenas 12 kilómetros cuadrados de primer mundo cercados por una valla que recuerda a los pobres que las entradas para los países ricos se agotaron hace tiempo. Melilla tiene unos 70.000 habitantes censados que conviven con otros 30.000 sin papeles que buscan sobrevivir.
Las puertas de entrada de África a Europa están cerradas. Melilla, enclave español de la región del Rif, es uno de sus candados. Con 70.000 habitantes censados y casi 30.000 sin papeles, la ciudad autónoma se ha convertido en un muro de contención para esos inmigrantes con el estómago vacío que prefieren morir caminando en el desierto a que la inanición los consuma sin más. Apenas 12 kilómetros cuadrados de primer mundo cercados por una valla que recuerda a los pobres que las entradas para los países ricos se agotaron hace tiempo. En su interior conviven los ciudadanos españoles con foráneos regularizados y aquellos a los que la falta de papeles les convierte en invisibles. Nuevas vallas, estas psicológicas y monetarias, que generan los fuertes contrastes entre los melillenses con derechos y los otros, indios, marroquíes, argelinos o nigerianos que sólo querrían estar de paso pero quienes Melilla se ha convertido en la puerta de embarque donde han quedado atascados.
Shaiful Islam, de 29 años, es uno de ellos. Nació en Bangladesh y, como él mismo relata resignado, ha "perdido" los últimos seis años de su vida en un salto al primer mundo en el que las piernas se le quedaron clavadas en Melilla. Él y otros 61 compatriotas llevan cerca de cuatro años en la ciudad autónoma. No pueden cruzar a la península ni tampoco volver a casa. Después de dos años de una larguísima travesía que le llevó a la India, Dubai, Nigeria, Mali, Argelia y Marruecos, Islam logró colarse nadando, tras pagar lo que había conseguido ahorrar por el camino para meterse en un barco y saltar antes de llegar a la costa. "Tenía el sueño de que Europa me ofrecería un futuro", lamenta. Ahora, cansado de suplicar por unos papeles que nunca llegan, no puede evitar dejar caer un "si lo sé no vengo", entre la incredulidad y la desesperación. Desde que llegó a Melilla, el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI), ha sido su único refugio. Allí recibe comida, algo de ropa y una cama. Pero lo que él quiere es trabajar, y sin papeles, sólo puede dedicarse a limpiar parabrisas o aparcar coches.
Todos los miércoles, los 62 bengalíes se reúnen en una de las plazas del centro de la localidad para exigir una solución. Se resisten a creer que, después de todas las penurias sufridas, éste es el fin de trayecto. Aunque, por suerte para ellos, por lo menos tienen un sitio donde dormir. El CETI, situado junto a la frontera de Farhana, uno de los puntos de acceso desde Marruecos, es la única infraestructura pública que acoge a los "sin papeles". Pero la cifra real de inmigrantes indocumentados es mucho mayor. Y a esto se le suma el miedo que tienen muchos de ellos a las redadas nocturnas de la Policía, que acostumbra a entrar de noche con la lista de expulsables. Por eso muchos de ellos optan por dormir directamente en la calle. Es lógico. Después de recorrer cientos de kilómetros y hacer lo imposible para "colarse" en el primer mundo, no van a dejarse coger fácilmente. De este modo, los alrededores del centro, pedregal y matorrales, están sembrados de pequeñas chabolas de tránsito que, para algunos, se convierten en vivienda permanente. Junto a ellas, piedras convertidas en sillas recubiertas de un cartón para no mancharse, botellas de cerveza, miles de colillas y botellas de whisky.
Menores
De la "Purísima" a la calle
Convertir una chabola en refugio es lo que se ha visto obligado a hacer Bilal, un joven marroquí de apenas 20 años que lleva casi dos malviviendo en la calle. El chaval, escuálido, siempre con la misma camisa, explica con su castellano de acento rifeño que entró en Melilla cuando tenía 13, pasó varios años en el centro de menores de la Purísima (un antiguo fuerte que parece más una prisión de máxima seguridad que un lugar de acogida) y cuando cumplió los 18 se quedó fuera. Ahora duerme en una chabola construida en medio del cauce seco del río junto a Ibrahim, otro amigo de su misma edad, y algunos de los menores de la Purísima que compaginan el centro con temporadas en la calle.
Su única esperanza es pasar a la península, a la que siguen imaginando como la tierra prometida. "No puedo volver", asegura, mientras fuma un cigarro de kif, una especie de marihuana que se elabora a través de los restos del hachís. "Si tuviese dinero, ¿quién querría ir a España? Lo seguiré intentando por lo menos dos o tres años más y si no, volveré a casa".
Bilal e Ibrahim pasan las noches junto al CETI. Si hay algo de dinero, también hay cerveza, vino, "un cigarrito de rama" o pegamento, del que dicen que con cada bocanada pierden un poco de miedo. Sentados en círculo, dejan pasar las horas o se preparan para el asalto a uno de los barcos que llevan a la península. Si lo consiguen, al día siguiente se despertarán en Málaga. Si no, las opciones se reducen a paliza, expulsión o un vigilante algo más humanitario que les devuelva a la calle. Aunque la pregunta es qué futuro les espera si obtienen éxito. "Yo quiero trabajar, ganar dinero", repiten Bilal, en un discurso que parece que se hubiese aprendido de memoria. Pero en la península seguirá siendo un "sinpapeles". Y para un indocumentado, las oportunidades son escasas.
jóvenes
"Que no pasen", la consigna oficial
"La administración tiene la consigna de que los chavales no entren, y si lo hacen, que no logren los permisos de residencia", denuncia José Palazón, miembro de Prodein, la asociación Pro Derechos de la Infancia. Palazón, una puerta siempre abierta dentro del candado melillita, ayuda a los chavales a lidiar con ese laberinto administrativo que les carga de cientos de papeles que ni siquiera entienden. A través de su asociación, una de las pocas que denuncian los abusos contra los Derechos Humanos que se cometen en la ciudad autónoma, se asesora a esos jóvenes para los que encontrarse con un policía puede significar la carta de expulsión. "En teoría, si un chaval pasa dos años tutelado en el centro de menores tendría derecho a acceder a los papeles". Pero eso nunca ocurre.
Palazón habla sobre la situación en la que se encuentran decenas de inmigrantes ilegales para quienes cumplir los 18 sólo ha supuesto un problema cuando llega Mohammed. Por su apariencia, nadie diría que duerme en la calle. Pero cuando cae la noche, este marroquí de rostro infantil se cuela a través de la verja de un edificio en construcción y se acurruca en una de las esquinas hasta el día siguiente. Trabaja en la puerta de los supermercados, subiéndoles la compra a personas mayores que no pueden con el peso. Y acaban de entregarle su orden de expulsión. "No se junta con malas compañías, hace todo lo posible por progresar y a pesar de todo le condenan ¿qué clase de administración es ésta?", lamenta.
El barrio chino
Las mujeres de los 90 grados
La imagen que proyectan los medios de comunicación de la península sobre la ciudad autónoma es una de las grandes preocupaciones de la Melilla oficial. En especial, después de un reportaje de Jordi Évole, El Follonero, que generó una gran controversia. Esto se nota también en el control sobre los informadores que llegan desde otros puntos del Estado. "Se trata de tener un registro de quiénes realizan los reportajes", se escuda un guardia civil encargado de identificar a quienes se acercan a sacar fotografías a la frontera del Barrio Chino. Este paso es el territorio de los porteadores, marroquíes que se desloman transportando bultos de 60 kilos a través de un paso exclusivo para peatones. Mujeres entradas en años que se doblan 90 grados para transportar enormes sacos que pesan más que ellas. La zona en la que decenas de personas llegan a pelear por agarrar uno de estos bultos, ya que la cola para cruzar al otro lado de la frontera es inmensa, y el hecho de que ésta sólo permanezca abierta hasta el mediodía, significa que apenas da tiempo para un único viaje.
"Por cada paquete que llega al otro lado se cobran 5 euros", explica Muntar, un vecino de la localidad de Nador, limítrofe con Melilla. Pero los bultos no se quedarán allí. Llegarán hasta Rabat o Casablanca, donde multiplican su valor hasta los 300 ó 400 euros. Y eso que en su interior sólo se transportan bienes de primera necesidad, curiosamente más baratas en Melilla que al otro lado de la verja, según explica Muntar, que dedica la jornada a pasar neumáticos. Por cada dos, que en realidad son ocho, recibe dos euros y medio. A la larga, un sueldo mayor que si trabajase en Nador a jornada completa.
La valla
12 kilómetros de alambre y sensores
"¿Qué país pone una valla que mata a quien trata de cruzarla?", denuncia José Palazón. Los sucesos de 2005, en los que cientos de subsaharianos intentaron atravesar la antigua verja y fueron tiroteados por la gendarmería marroquí, fue la excusa para la renovación del muro. La nueva versión, una serpiente metálica de seis metros de altura, es prácticamente infranqueable. Está compuesta de varias vallas paralelas en cuyo interior se ha instalado alambre de espino. Además, patrullas de la Guardia Civil y de la Policía marroquí vigilan día y noche el perímetro. Pero esto no ha impedido que aquellos que escapan del hambre sigan tratando de llegar al primer mundo. Aunque ahora las técnicas son otras, y dependen también del país de origen del inmigrante. Por ejemplo, los marroquíes, que optan por jugársela y pasar por la puerta de Beni Enzar. "Una vez lo intenté tantas veces que el policía me dejó pasar", asegura, riéndose, Azziz, uno de los chavales que dejó el centro de menores y ahora vive en la Cañada, la zona libre de Policía de Melilla y donde reside la mayoría de indocumentados.
Los otros, los que no pueden pasar por residentes en Nador (y que en realidad tienen permiso para cruzar a la ciudad autónoma pero no para vivir ahí), tienen que ingeniárselas de otras maneras, la mayoría de ellas, de pago. El barco es una de ellas. Subirse a un carguero que llegue al puerto y lanzarse al agua antes de que éste atraque, para alcanzar la costa nadando. La otra, encajonarse en el interior de un vehículo y rezar para que no sea registrado en ningún control. Aunque la crisis ha reducido el número de inmigrantes que llega a Melilla como paso previo a la Península, el flujo no se detiene nunca.
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