¿Qué es más doloroso? Que te claven un cuchillo o darte la vuelta y descubrir quién te lo ha clavado?

K. A.

Vitoria, septiembre de 1577 

A Ginés Ruiz de Azúa no le gustaba cerrar su taller de zapatería más tarde de las seis. Después de recogerlo todo, todavía le quedaba la caminata hasta Betoñu, la aldea donde había nacido y adonde se había ido a vivir con su mujer cuando la ciudad se había convertido en un lugar insoportable para ella. Aunque hacía algunos años que ella ya no estaba con él, allí se respiraba una tranquilidad imposible de encontrar en Vitoria, y eso era lo que él necesitaba en la recta final de su vida: tranquilidad.

Pensó en dejar la labor que estaba haciendo para más adelante, pero los zapatos que le habían encargado arreglar eran los de doña Mariana de Isunza, la viuda de un escribano. Doña Mariana era una de sus mejores clientas, y Ginés sabía que no le gustaba que la hicieran esperar. Habían quedado en que su criado pasaría a recogerlos en tres días. Por eso decidió adelantar parte del trabajo y ponerles una suela nueva, a pesar de saber que no saldría a la hora acostumbrada. Con ese trabajo adelantado, todavía le quedaban un par de días para darles una buena capa de cera y dejarlos a punto.

La ficha

  • Título: ‘El valle del hierro’
  • Autora: Ane Odriozola
  • Género: Novela histórica
  • Editorial: N de Novela
  • Páginas: 520

Quedó satisfecho con el trabajo realizado. Era un buen maestro zapatero y lo había demostrado a lo largo de los casi cuarenta años que llevaba ejerciendo la profesión. Después de cerrar el taller que regentaba en la calle Zapatería y con la cintura resentida por las interminables horas que pasaba cortando, remendando y cosiendo — y, sin duda, también por la edad—, se dirigió al cantón de la Soledad para después adentrarse en la calle Correría y continuar, dirección norte, hasta llegar a la iglesia de Santa María. Se santiguó delante de la portada de Santa Ana y siguió su camino hasta salir de la ciudad por la puerta de Urbina. Con las murallas a su espalda, aceleró el paso para llegar, antes de que anocheciera, a Betoñu.

Su casa no era más que una cabaña que su mujer y él habían acondicionado, y estaba situada en la parte oeste de la aldea, en un lugar bastante aislado y tranquilo, a casi dos leguas del taller artesanal de Vitoria.

Aquel día, según se iba acercando a la aldea, se dio cuenta de que algo iba mal. La puerta de su cabaña estaba abierta de par en par. «¿Ladrones?», pensó mientras notaba cómo su corazón comenzaba a bombear con fuerza. Él no estaba preparado para lidiar con ningún ladrón. A su edad, no tenía ninguna intención de enfrentarse a nadie, y mucho menos por lo que se pudieran llevar. Era mejor echarse a un lado y permitir que le robasen antes que encararse con ellos y sufrir algún tipo de agresión.

Se acercó sigilosamente para descubrir si quienquiera que hubiera dejado la puerta abierta seguía aún dentro. Se asomó sin hacer ruido y echó un vistazo. Estaba oscuro y apenas podía ver el interior. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, comprobó que todo parecía estar en su sitio. Con mucho cuidado, entró y lo revisó con más detalle. Fue entonces cuando se dio cuenta de que alguien se había colado en su casa y se había llevado algo: comida. Supo que estaba en lo cierto cuando vio las migas de pan sobre el suelo de arcilla. «Un ladrón hambriento», pensó ya más tranquilo. Quiso asegurarse de que lo demás estaba en orden y se dirigió a la única habitación de la estancia, pero nada más dar dos pasos, recibió en el brazo el mayor mordisco que había recibido nunca.

—¡Aaay! — gritó.

Se giró rápidamente y pudo ver una sombra escondiéndose detrás del escaño de madera de la cocina, donde se solía sentar a comer. Por el tamaño, supuso que sería un animal, aunque no sabría decir cuál. Instintivamente, se agarró la herida del brazo con la mano contraria y se dio cuenta de que estaba sangrando. Los dientes del animal se le habían quedado marcados en el brazo, unos dientes extrañamente pequeños. Debía limpiarse la herida y taparla con algún paño, pero antes debía sacar al animal de su casa.

Se acercó a la habitación y cogió la vara de avellano que solía utilizar de bastón cuando nevaba y el camino hasta Vitoria se volvía complicado. Se acercó a la cocina y dio varios golpes al suelo con la vara, pensando que, con el ruido, el animal reaccionaría y saldría por la puerta, que seguía abierta de par en par. Lo repitió varias veces, pero no dio ningún resultado.

—¡Maldito animal! — se quejó—. Pues si no sales de ahí, te vas a llevar un varazo que ya verás.

La portada del libro. Cedida

Se acercó aún más, levantó la vara por encima de su cabeza y, cuando iba a lanzarla con todas sus fuerzas, el animal se le abalanzó volcando el escaño y arañándole ambos brazos con sus garras. Ginés le dio un empujón y lo tiró contra la pared. Volvió a coger la vara del suelo para asestarle unos varazos, pero este salió corriendo por la puerta. Fue entonces cuando lo pudo ver mejor, y se quedó de piedra cuando se dio cuenta de que su atacante, en lugar de un animal, era un niño.

Lo siguió con la mirada hasta verlo desaparecer y pensó que era muy pequeño para haberlo atacado de aquella manera. ¿Cuántos años podía tener? ¿Cuatro? ¿Cinco? Entró de nuevo en la cabaña y se limpió las heridas. Escocían. Después recogió el escaño del suelo, lo puso en su sitio e intentó olvidar lo ocurrido. Se cambió de ropa y se fue a la cama sin cenar apenas. Según iba cumpliendo años, se daba cuenta de que cada vez necesitaba comer menos para vivir.

No habría pensado más en aquel altercado si no hubiera sido porque, a la mañana siguiente, el niño volvió. Nada más levantarse, Ginés se llevó un susto de muerte. La puerta estaba de nuevo abierta de par en par y el niño había entrado en la cabaña. Cuando vio que Ginés se acercaba a él, levantó los brazos y puso sus manos como si fueran garras.

—Tranquilo, tranquilo — le dijo el artesano mostrándole las palmas de las manos en son de paz—. No te voy a hacer nada.

Ginés avanzó lentamente y, según se fue acercando, se dio cuenta de que no era un niño, sino una niña. Tendría unos cuatro años, la tez morena y unos ojos muy grandes, negros como el tizón. Sus ropas estaban sucias y el pelo, algo enmarañado, lo tenía pegado a ambos lados de la cara.

—¿Quién eres y cómo has terminado aquí? — le preguntó el artesano utilizando un tono de voz muy suave.

La niña no contestó. Lo miró desafiante y le mostró los dientes, los mismos que el día anterior le había clavado en el brazo.

—Tranquila. No tengas miedo — le dijo el artesano, aunque era consciente de que, a juzgar por lo sucedido la noche anterior, era él quien tenía que temer a la niña.

Uno frente al otro y sin saber muy bien qué hacer, Ginés optó por ofrecerle algo de comer. Abrió el zurrón en el que guardaba la comida y sacó el trozo de queso que había comprado el día anterior en el mercado. Cortó un par de trozos, sacó también el pan elaborado por su amigo el panadero y se lo ofreció a la niña. Ella, desconfiada, se acercó sin bajar la guardia. Cogió un trozo de cada y se los llevó a la boca. Ginés le ofreció más y, en menos de dos minutos, ella lo devoró todo.

—Tienes hambre, ¡eh! No te preocupes. Eso lo arreglo yo en un santiamén.

Bajo la atenta mirada de la niña — cada vez más tranquila y menos recelosa—, Ginés cortó unas rebanadas más de pan y las untó con mantequilla y miel. Después calentó la leche que le solía traer tres veces por semana su vecina Gabriela y se lo ofreció todo a su pequeña invitada, que no paró de comer hasta habérselo terminado todo.

—¿Cuánto hace que no comías? — le preguntó el viejo.

La niña lo miró con los ojos bien abiertos, ya sin ningún vestigio de miedo, pero no dijo nada.

—¿Y cómo has acabado aquí? ¿Dónde están tus padres?

La pequeña, sin contestar a su pregunta, se dio la vuelta y se marchó.

Al día siguiente la escena se repitió, pero esta vez la niña no apareció hasta la noche. Para cuando Ginés volvió del taller, lo estaba esperando en la puerta. Volvió a comer todo lo que el artesano le ofreció y, cuando terminó, se sentó junto al fuego.

—Deberías irte — le dijo él al cabo de un rato—. Tu familia debe de estar muy preocupada.

La niña no dijo nada. Extendió las manos y las calentó acercándolas a las llamas.

—Iré a buscarlos para que puedas volver con ellos, ¿de acuerdo? No te muevas de aquí, enseguida volveré.

Ginés no estaba nada tranquilo. Los padres de la niña la estarían buscando y tenían que saber que estaba bien. Cogió el candil y salió de la cabaña. Había oscurecido y fuera apenas se veía nada. Dio varias vueltas por los alrededores, pero no vio ni oyó a nadie. Al cabo de un rato de búsqueda infructuosa, volvió y encontró a la niña dormida. Se había acurrucado junto al fuego y dormía plácidamente.

Aunque dudó, decidió no despertarla y dejar que pasara allí la noche. Cogió una pequeña almohada y, con mucho cuidado, la colocó debajo de su cabecita. La tapó con una manta y, después de pasar un buen rato escuchando la respiración pausada de la pequeña mientras dormía, se marchó a la cama.

—Mañana será otro día — dijo—. Y hoy ya poco más puedo hacer. 

SOBRE LA AUTORA

Ane Odriozola (Legazpi, Gipuzkoa, 1979) trabaja desde 2006 en el Servicio de Atención al Ciudadano del Ayuntamiento de Arrasate-Mondragón. Aficionada a la lectura, en 2018 autopublicó El secreto de Gibola, su primera novela, donde plasma la realidad de Legazpi a principios del siglo XX. En 2020 continuó la historia con La sombra de Gibola, y en 2021 cerró la trilogía con Conspiración en Gibola. En 2019 obtuvo el reconocimiento Literatura Saria 2019 en la categoría de mérito cultural. Ha cosechado varios premios en concursos de relatos en euskera: el Premio Iparragirre de Literatura 2019 y 2021 en la categoría de narrativa, el premio Kimetz en 2022, y fue finalista en el III Certamen de Relato Corto Urrike. El valle del hierro es su cuarta novela.