Comentaba alguien de mi oficio a quien siempre escucho con mucha atención que parece que ya hemos perdido el interés en la invasión de Ucrania. La aseveración se sustentaba en una terrible observación: lo cierto es que llevamos tres semanas contando prácticamente lo mismo. Las imágenes de edificios destrozados, los cadáveres entre los cascotes y las interminables colas de refugiados huyendo con lo puesto van dejando de atrapar la atención del personal a fuerza de repetirse. Quizá porque estamos acostumbrados al ritmo y los giros argumentales de las series o simplemente porque tenemos una descomunal capacidad de digestión de las tragedias ajenas, esta guerra que no ha cumplido un mes se les hace aburrida a muchos de nuestros congéneres. Suena muy duro, pero pueden preguntarse a sí mismos o a las personas de su entorno más cercano si no les resulta familiar la sensación que describo.

Supongo que una buena parte de la culpa la tienen quienes desde el principio quisieron hacer un espectáculo de la invasión y sus consecuencias. Tampoco es que pueda sorprendernos, porque es el patrón que se utiliza para cualquier desgracia, desde la caída de un niño a un pozo a la erupción de un volcán pasando por un atentado yihadista con decenas de víctimas mortales. Cómo no iba a suceder también con una guerra a unas poquitas horas de avión. Piensen en los primeros días, cuando se registró una vergonzosa plaga mediática de turismo de tragedia. Cuando deberíamos haber dejado trabajar a las enviadas y los enviados especiales que se han curtido literalmente en mil batallas, en la frontera de Polonia con Ucrania desembarcaron hordas de comunicadores sin experiencia con el objetivo de hacerse selfis sin aportar absolutamente nada .

Y esto me lleva a una derivada que creo que se alimenta de la misma banalización de los dramas impulsada en algunas ocasiones (no digo que no) por las más nobles intenciones. Con muchísimo tino y arriesgándose al linchamiento de los santurrones, Manuel Jabois lo bautizó ayer en El País como "La irresponsable solidaridad". Se refería a las miles de personas que literalmente sin encomendarse a nadie, han agarrado su vehículo particular (o a veces, han fletado autobuses) y se han llegado a las fronteras para recoger a refugiados y llevarlos no se sabe muy a dónde, como lamentan las organizaciones que trabajan en la acogida con conocimiento de causa. Hacer el bien no es cuestión solo de buena voluntad. Y menos, de postureo.