Hay actividades y formas de vida que se extinguen en silencio y otras que se resisten entre protestas a un destino marcado por no se sabe muy bien quién. Es lo que sucede con el sector primario, con los agricultores y ganaderos que llevan semanas tomando las calles y ciudades con sus tractores y a quienes asisten numerosos motivos para hacerlo. 

No se trata de la fiscalidad concreta de Navarra, que va a someterse a revisión parcial, o de un alza concreta de los costes de los abonos oi el gasóleo, como sucedió hace dos años, de la carga burocrática y digitalización creciente que afrontan o de una PAC que sigue llena de agujeros y recompensando a quienes no trabajan la tierra. O ni siquiera del mal funcionamiento de una cadena alimentaria que tiene en los productores al eslabón más débil. Hay algo más profundo, que tiene también que ver con el modo en que Europa se ha organizado económicamente en las últimas décadas, con una deslocalización progresiva de las producciones, también las agrarias, que está dejando damnificados en buena parte del continente. 

Vivir hoy del campo, como de otras muchas profesiones, es más complicado. Son necesarias mayores extensiones de terreno para compensar unos márgenes decrecientes, que pueden mejorar eventualmente uno o dos años, pero que en el largo plazo llevan décadas apretándose. Un deterioro que sienten dolorosamente las nuevas generacionales de agricultores, que heredan y concentran en sus manos la propiedad de sus padres y abuelos, pero que sienten que en modo alguno van a construir los ahorros que sí amasaron sus predecesores. Podrán vivir, pero no prosperar del mismo modo. 

Los beneficios y los márgenes han pasado hoy a la industria, a la que exporta y a la que deslocaliza las producciones en territorios con quienes la Unión Europea mantiene acuerdos comerciales. Papeles firmados que, en teoría, garantizan que el cultivo de los alimentos o la crianza de los animales se lleva a cabo en condiciones sanitarias similares. Algo que, por supuesto, no sucede. No hay controles suficientes. Ni en Europa ni, mucho menos, en países donde el Estado es más débil y no cuenta con los medio ni el personal necesario para ello. Una próxima entrada de Ucrania en la Unión Europea puede complicar todavía más la situación de algunos productores. 

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También la distribución ha ganado poder y capacidad para acumular capital y fijar precios. Dispone de productos baratos procedentes de otras latitudes y ni siquiera etiqueta el origen del producto de una manera visible. Comprobar dónde se han cultivado unos espárragos o unas alubias verdes requiere muchas veces de una lupa. Es necesario obligar ya a los supermercados a que muestren de manera clara la procedencia del producto que venden. Y que los consumidores obren en consecuencia. 

No son, por tanto, cuestiones sencillas, que puedan resolverse en el Palacio de Navarra o incluso en el Consejo de Ministros. Pero no por ello quienes protestan dejan de tener razón. Las reglas del comercio fijadas hace un cuarto de siglo, cuando la posición de Europa era de dominio en muchos mercados, han dejado de tener sentido. China siempre lo supo; Estados Unidos, con el cambio de paradigma que introdujo Trump y no ha cambiado Biden, ya lo sabe: aplica ayudas masivas en muchos sectores y está tratando de acercar sus cadenas de suministros en muchos sectores. Europa sigue presa de algunos dogmas que se han demostrado fallidos y cuyo sostenimiento solo puede acentuar el malestar del sector primario y, si no se toman las medidas adecuadas, de sectores industriales de gran valor añadido.