El tercer partido más votado de España afirma, reitera y sostiene que estamos padeciendo todo un golpe de Estado, opinión que expande día y noche buena parte del segundo. Son tiempos extraños, estos. Un parlamentario puede decir en el Congreso que el presidente del país anda llevando a cabo ese canallesco alzamiento, y tras denunciarlo con palabras gruesas volver a calentar su escaño sin ningún problema.

Un periodista puede denunciar en su columna que sufrimos una espantosa dictadura, ciscarse en los muertos del supuesto sátrapa y de la misma bajarse al bar a tomar una cañita libertaria. También puede ocurrir que el camarero, mientras prepara unas aceitunas, mire a la tele y clame contra el cínico líder que al parecer dirige con puño de hierro este infierno leninista. Son, sí, tiempos extraños.

Tiene mucho de ridículo el abaratamiento de sintagmas terroríficos - ¡golpe de Estado! -, el abuso y difusión de términos que deberían ser excepcionales –¡dictadura!–. Pero tiene, sobre todo, mucho de injusto e inmoral el permanente desdén hacia lo que en verdad significan esas expresiones, al dolor que encierran para infinitas personas. Yo cuando oigo a políticos, tertulianos y vecinos ya talluditos usarlos con tamaña ligereza sé que lo suyo no es amnesia. Cuando quien lo hace apenas alcanza la treintena también sé que no peca de ignorancia. Y me pregunto si detrás de ese empeño por despreciar el valor de la democracia no latirá el intento por validar lo que no es. Como si en el fondo no les interesara subrayar qué mal vivimos hoy, sino destacar lo bien que vivíamos ayer. No sé si me explico.