Este año quiero revisar mi relación con el tiempo. O conmigo misma. Les cuento y deciden. Todo empezó con un malestar a partir de año nuevo que me llevó a caer en la cuenta de que, a efectos reales, enero es un mes que empieza tarde, un mes con casi un tercio menos de posibilidades de vida normal, y lo relacioné con la creciente incomodidad.

El tiempo viene dividido en bloques. Es mejor así para que no resulte abrumador. Pero no todo son ventajas. A mí me pasa que si me he puesto una tarea para un tramo y no la empiezo, me entra una entre culpabilidad y flojera enorme, algo como ya estamos, mal, chata, mal. Por ejemplo, si digo que me pongo con tal cosa a las cuatro y media y a las cinco menos veinte no he empezado, se me activa un mecanismo siniestro que me hace necesitar una infusión, decidir que hay que poner la lavadora o contestar un correo y a las cinco menos cinco me siento invariablemente frustrada y sin ninguna gana de ponerme a tal cosa. Como si un juez externo pero perfectamente interiorizado sentenciara que he consumido el tiempo disponible. Quiero pensar que no soy la única a la que le pasa. Creo también que como buena cagaprisas tengo más boletos que otras personas más ponderadas y estables para sufrir esta fragmentación temporal limitante.

Ha sido hasta emocionante identificar esa inquietud que me asalta todos los primeros de año, la sensación de vivir en un paréntesis, entre dos barrancos.

Pero me he dado cuenta y se lo he contado. Ya son dos pasos. Y así, terciado enero, tengo el propósito de desfragmentar el tiempo e intentar fluir. Si alguien con conocimientos de psicología me lee, por favor, que su juicio sea benévolo.