El teléfono móvil se ha convertido en una de las mayores revoluciones tecnológicas y sociales de la última década. Empezó como un elemento de movilidad y disponibilidad permanente pero ya se ha convertido en un terminal para mensajear, jugar, ver cine y vídeos, contemplar la televisión y oír la radio en cualquier lugar, disfrutar de eventos deportivos, realizar compras y transferencias u otras operaciones bancarias, etc. Es ya un apéndice más de nuestro cuerpo pegado a la mano.

No hay más que echar un vistazo a nuestro alrededor en la calle, casa o cualquier establecimiento para comprobarlo. Las estadísticas son demoledoras: lo miramos de media 142 veces al día y lo utilizamos 18 horas por semana. Nos hemos convertido en esclavos del móvil y las nuevas generaciones sufren una adicción insana a los smartphone que les hacen estar constantemente y de manera compulsiva consultándolo, mensajeando, chateando... ajenos a la realidad que no sea virtual. Y paradójicamente ha perdido su funcionalidad original, hablar con otras personas.

Ahora lo que impera es el mensaje, el WhastApp, la nota de voz o el postureo en las redes sociales. Nos comunicamos con monosílabos, frases cortas y enigmáticas renunciando a la palabra. Nos da pereza hablar y desgana el descolgar para comunicarnos de viva voz. Malos síntomas para los nuevos tiempos. Si esto es la evolución y el progreso no sé dónde acabaremos.