Con excesiva escenografía se va a acometer la revisión de la recién instaurada Ley de garantía integral de la libertad sexual. Una revisión procedente a la luz de su aplicación en términos contrarios a sus objetivos originales en el ámbito de las penas por agresiones sexuales, pero que no debe perder su calado en materia de protección de libertades y de las víctimas. Si, como parece deducirse del mero debate de titulares, el problema está en la asignación de penas a los delitos juzgados, la reforma deberá buscar el mecanismo para evitar su reducción. No obstante, el verdadero calado de la cuestión jurídico-política trasciende la mera escenificación de los desencuentros de la coalición PSOE-Unidas Podemos que sustenta al Gobierno Sánchez. Más si tenemos en cuenta que ambos socios han confirmado su voluntad de que su estabilidad no se verá afectada. Por ello, es imperioso que los errores que la norma pudiera haber contenido se subsanen con el menor ruido y la mayor diligencia posibles. No cabe en ese proceso perder los avances de la ley a la hora de evitar la consideración del abuso como un delito atenuado frente a la agresión sexual. En demasiadas ocasiones, la interpretación de los tribunales resultó laxa en función de su criterio subjetivo sobre el comportamiento de la víctima. El caso de “la manada” es claro exponente de ello en tanto el primer tribunal se aferró a la consideración de abuso por no considerar acreditada la resistencia de la víctima y tuvo que ser el Supremo quien reconviniera la sentencia y la elevara. En ese sentido, la llamada ley de solo sí es sí contiene elementos de gran valor, como definir el consentimiento como base de la libertad sexual, lo que descarta interpretaciones como la descrita, en beneficio del presunto agresor. Igualmente, la cualificación de prueba constituida en la primera declaración de la víctima evita que esta se vea sometida a reproducir en diversas declaraciones el calvario de revivir lo padecido. En última instancia, el pulso político solapa el fondo del problema, que fue y es la consideración que el juez independiente pueda hacer sobre los casos. La realidad ha sido demasiado tiempo que el proceso judicial ha sido más riguroso al valorar la prueba, dando menos valor a la ausencia de consentimiento. Evitar ese extremo es un camino que la nueva ley ha recorrido y no se debe desandar.