Tal como uno esperaba, en el proceso de matriculación de la chavalería está habiendo inquietud, tensión, malestar, protesta y hasta insubordinación. Por supuesto, también calma chicha y trampeo domiciliario – old news, no news –. Alguien matizará que la causa del enfado es que el niño no puede estudiar donde quiere, vamos, donde quiere la familia, y en algunos casos será cierto. Pero en otros el problema de fondo no es el lugar sino la compañía, o sea, que ni el autobús, ni el comedor, ni el pupitre, ni la pizarra, lo que de veras importa es quién ocupará esos espacios junto a mi prole, con quién habrá que compartirlos. No lean lo que dicta la pancarta; oigan lo que grita el guasap.

La preocupación es sin duda natural, como es social el deseo de una escuela inclusiva, diversa y plurilingüe. Sin embargo, resulta todo un disparate la enorme distancia entre el elevadísimo compromiso público, etéreo, y el rapidísimo repliegue conservador en cuanto aquél aterriza en nuestra vida privada. En pocos parajes son tan dados a impartir lecciones solidarias como aquí, y en ninguno, que yo sepa, se tiene menor constancia, o mayor ignorancia, del efecto real de tanto idealismo. Las consecuencias quizás sean asumibles, pero casi nadie parece dispuesto a experimentarlas.

Y es que, aunque se estilan el misionero en potencia, el bienhechor online, una vez en casa somos progenitores sin disfraz cuya meta dista de ser la integración, el mestizaje o la cohesión, qué va, así solo molamos en EITB: lo primordial es que nuestros hijos crezcan tranquilos y aprendan mucho. La utopía y el buen rollo, para los del prójimo.