A veces, apestas. Vamos a ver, no es que apestes de verdad, claro, pero tú crees que sí. Y eso es lo malo. Con apestar, pasa como con todo: aunque en realidad sea que no, tú crees que sí y punto. Y eso te amarga la vida. Lógicamente, te preguntas por qué crees que apestas cuando no apestas. Pero no es fácil saberlo. Es un misterio. La vida social, también llamada vida en sociedad, Lutxo, está llena de misterios como este. Seguro que ya habrás descubierto algunos, claro. Estamos ahí, en la terraza del Torino, hablando de política parda, Lucho y yo, y le digo que no votar también es votar. De hecho, le digo, supone dar el voto a quién menos te gusta. Lo que no impide, claro, añado a posteriori, que a ti no te guste nadie, Lutxo, viejo escombro retorcido y tiznado de hollín. Y dice: Si no eres de pueblo, no sabes lo que es ser de pueblo. Así que, obviamente, le pregunto: Y ¿qué es ser de pueblo? Y me contesta: Lo contrario que ser de ciudad. La gente de pueblo sabe a quién tiene que votar. Pero ahora hay mucho indeciso, le digo yo. Y es cierto. Qué curiosa figura, la del indeciso. Si yo fuera un pensador extraño, pensaría que los indecisos, con sus más y sus menos, son almas delicadas que mantienen el suspense del juego político hasta el último minuto. Si no fuera por ellos, se sabría de antemano el resultado. Las elecciones serían un trámite. No habría emoción. Y entonces, dice Lucho: En efecto, las emociones hay que conservarlas como sea. El ser humano está condenado a ser expulsado del paraíso constantemente, lo que significa que todos recordamos haber estado en él alguna vez. Y es desde ahí, desde donde juzgamos las cosas. No obstante, a veces te entran ganas de querer a todo el mundo, dice. No sabes por qué. Es como si quisieras abrazarlos. Como si vieras que todos estamos en la misma mierda y te diera pena por el destino de la humanidad. Es curioso.