Eran las siete y poco y los dos atravesaban la plaza unos metros por delante de mí. Ya me habían llamado la atención, tan cargados como iban, cuando se acercaban desde una calle lateral. Ella llevaba una pesada bolsa de viaje en bandolera y otras dos más ligeras, una en cada mano. El viento atenuado por los árboles le movía la melena. Le molestaría cuando le tapaba la cara, pero no podía hacer nada por retirarla. Él arrastraba un carro con tres voluminosos maletones que le llegaban a la altura del pecho. Iban a buen ritmo y de vez en cuando se miraban, sin palabras, solo para comprobar que seguían ahí, caminando juntos. Llevaban más ropa de abrigo de la necesaria, lo que seguramente era la forma de poder llevar consigo todo lo que no querían dejar atrás. No eran jóvenes.

Disminuí el paso para no sobrepasarlos. Por la dirección que llevaban, era fácil deducir que se marchaban más que llegaban.

Primero pensé que alguien les habría dejado el carro, alguien con quien habrían acordado cómo recuperarlo después. Pero de la misma forma que lo necesitaban para el transporte previo al viaje, les haría falta para el posterior, una vez llegados al punto del destino. ¿Es posible que el carro plegado viajara con ellos o les irían a buscar?, ¿se iban con los objetivos cumplidos o con el lastre de los proyectos frustrados? Imposible saberlo.

Imaginé qué me llevaría si me fuera, con qué podría ocupar un espacio similar al utilizado por ellos, cómo me despediría de la ciudad en cualquiera de los dos escenarios posibles, el ansiado viaje de vuelta o el regreso cabizbajo.

Cuando giraron a la izquierda seguí mi camino y dejé de verlos.

Cada vez lloro menos pero cada vez me emociono más. La edad será.