Aún dormía cuando me han rodeado voces de pájaros y sonidos selváticos indescifrables. He querido continuar la expedición entre raíces como anacondas pero el sonido de esa alarma ha terminado cumpliendo su misión. He seguido escuchando los pájaros. Son persistentes, han conseguido cruzar el umbral del sueño y revolotean sobre este tejado urbano. Son las seis y media, dudo que ahora se encuentren con las gaviotas, a veces bailan claqué sobre el cristal de la velux libres, torpes y ajenas. No les importa que las mires desde abajo. Saben que pueden cagarte encima y eso les da poder. Su mirada también, la afilan tanto como el pico. Sobre lo que cantan los gorriones y los estorninos no voy a decir que se ha escrito mucho, porque no lo sé. Sí voy a decir que sobre sus cantos se despliegan nubes blancas que reverberan con una luz dorada de amanecer. Es una luz que sabe lo que se hace y me lleva de la mano a la arena y al agua fresca de Sonabia, tan transparente como deberían ser todas las aguas. Allí nos sumergimos hace unos días en el primer baño cantábrico del año y salimos veinte años más despreocupados, con algas en las manos y ganas de hacer travesuras. Hubo diez minutos en que tuvimos hasta cuarenta años menos.

Anoto en el móvil llamar al técnico del aire acondicionado, a la administradora de fincas, terminar una memoria para el AMPA, devolver un body que compré en un instante de inspiración suprema. No sé en qué minuto de mi vida actual le voy a dar salida.

“No se puede vivir poéticamente todo el rato. La vida es una lucha entre prosa y poesía. La prosa son las cosas aburridas, las que tienes que aguantar. La poesía es ese estado de encantamiento, de comunión, de disfrute, el que te da el amor por otro, la amistad colectiva, una obra de arte… Cada uno de nosotros debe intentar cultivar la parte poética de la vida porque eso es vivir. Lo otro es sólo supervivencia”. Edgar Morin, 101 años. No devuelvo el body. Encontraré el minuto.