Hola personas, bueno, como veis Pamplona sigue en su línea, ayer te asabas, hoy te congelas. Nada nuevo. Recordaréis que hace unos días dejamos pendientes los paseos que he dado en las semanas post sanfermineras y que todos ellos partían de dos puntos, o de la ronda Barbazana, que ya vimos el domingo pasado, o del camino serpentín que baja de Beloso al río, que veremos hoy, y que, partiendo de ellos, tenían diferentes continuaciones. De la segunda opción nos habíamos quedado en las pasarelas en donde nos habíamos cruzado con todo un catálogo de paseantes: de dos y cuatro patas, de pelo y de pluma, incluso de rueda y metal. Generalmente no suelo cruzar las pasarelas ya que todas las continuaciones a este paseo están en este lado del río.

Recién llegado del camino por el que he dejado la granja equina de Goñi, encuentro el frontón de Ayestarán, antigua fábrica de curtidos. Un día tomé por el camino de Caparroso que es el que se adentra a su derecha. Al comienzo te encuentras con dos grandes portalones metálicos que dan paso a sendas propiedades, la segunda es un caserón de extraño estilo medieval con dos torreones acabados en tejados cónicos ciertamente fuera de estilo para estar en la Magdalena, pero, oye, si a su dueño le gusta y lo disfruta nada diré al respecto, para mí lo quisiera. El resto del camino está flanqueado de explotaciones hortelanas y de casitas antiguas con sabor de los años 40 y 50, que me transportan a mi infancia cuando recorría esos caminos con mi padre en paseos dominicales y toda la zona estaba igual que ahora. El camino tras una larga tapia se une a la vieja carretera de Burlada, que viene de una de las casas más bonitas de Pamplona, la llamada Huerta Vilella.

Por el camino jacobeo, puerta de los peregrinos, vuelvo hacia la ciudad y tras pasar ese grupo de casas que forman las casas de los gitanicos, la Casa de las Conchas, la casa de nombre doble y dudoso estilo: Villa Monserrat y Tomasaenea, enfilo el tramo final que me lleva a la Taberna de las moscas y de nuevo a la orilla del río.

Cruzo el maravilloso puente de la Magdalena y tras pasar prosaicas carreteras doblo a la derecha para meterme en Aranzadi. Entro y me adentro en un camino en sombra, túnel de verde, que discurre paralelo al río. Cuando llevo unos metros andados, de la oscuridad aparece un siniestro personaje de difícil clasificación, tocado de sombrero negro de ala ancha, vestido de negro de cabeza a pies, de largas y enredadas barbas blancas, pobres y amechonados pelos albos, cargado de una gran mochila, arrastraba un carro de la compra lleno hasta los topes. Sobre el pecho, cruzado, un bolso de buenas dimensiones y buena carga, en su mano derecha una bolsa de basura, y de su muñeca izquierda una fuerte correa dividida en dos guías que sujetaban dos grandes perros de marca blanca y mirada pacífica. No pude evitar fotografiarlo. Era digno de estudio. Paseé Aranzadi a conciencia y salí por el puente de San Pedro. Tomé la orilla del río para llegar al Soto de las lavanderas, en terrenos de Errotazar, y tras cruzar el puente de la Rotxapea tomé el funicular de Descalzos que me puso en la ciudad alta sin esfuerzo.

Este paseo que acabo de contar fue uno, pero ya sabéis que las posibilidades en esa zona son infinitas. Otro día subí por el portal de Francia, otro fui por Alemanes, en otra ocasión continué por el paseo del Arga hasta el puente de Santa Engracia, donde lloré por una presa rota y un río seco, de ahí crucé a Trinitarios, volví a salvar el río y en San Jorge desanclé una bicicleta municipal que en un pispás me puso en el centro de dos pedaladas. En fin. ¿Quién me dijo una vez que Pamplona se me terminaría pronto?. Y ahora cambiaré de escenario para contaros otro paseo pero este recién paseado. Concretamente ayer viernes por la mañana. Un amigo organizó una visita guiada al Fuerte Alfonso XII, también conocido como fuerte de San Cristóbal.

La cita era el día 1 a las 10,30 en el Fuerte y el guía que nos iba a explicar los entresijos de tan curioso lugar era Ángel Marrodán, viejo amigo, historiador y gran conocedor del Fuerte. Ya dediqué el ERP 104 a este mismo lugar con motivo de otra visita que realicé y en él hablé del edificio y del espíritu del lugar, hoy me quiero limitar ha comentar un poco la parte más técnica que ayer nos explicó Ángel porque es ciertamente interesante.

Para empezar, hay un dato que nos dio y que me llamó poderosamente la atención y es que el Fuerte forma parte de un proyecto defensivo que proyectaba construir en la cuenca de Pamplona 13 fuertes similares al que nos ocupa en otras tantas cimas de 13 montes. El proyecto fue desechado y solamente se llevó a efecto el que hoy traemos aquí. Haciendo una lectura un poco más larga del asunto yo me pregunto ¿cómo coño pudo llegar a tener cierto poder un tipo o varios tipos a los que se les ocurrió proponer semejante perogrullada?, la cosa no llegó a más porque hubo alguien un poco cuerdo que lo paró, pero tranquilamente podía haber seguido adelante y en este momento hubiésemos tenido toda la cuenca fortificada.

Bueno, a lo que estamos. El proyecto lo dirigió el comandante Jose Luna y Orfilia y dio comienzo en el 28 de enero de 1878 con la construcción de la carretera. Entre tanto se iba horadando el monte ya que el fuerte está soterrado. En su construcción se emplearon elementos de autentico avance constructivo que Pamplona tardaría aun años en tener como, por ejemplo, las estructuras de los edificios en metal, columnas metálicas sujetaban vigas metálicas de doble T y eso era lo más de lo más en el terreno constructivo de la época. Para abastecer de agua al Fuerte, se compró una huerta pequeña de una robada, casi 1.000 metros cuadrados en Berriozar que contaba con un manantial capaz de solucionar el problema hídrico a toda la infraestructura. Para subirla se trajeron de Inglaterra unas bombas hidráulicas auténticos prodigios de ingeniería, con ellas se llenaban unos aljibes, que tenían una capacidad de 3.500.000 de litros de agua, este agua se volvía a bombear a unos depósitos instalados en la parte más alta que hacía que todo el Fuerte tuviese, por gravedad, agua corriente, cuando Pamplona, aun no la tenía.

La obra fue digna de premio, pero fue más inútil que el cenicero de una moto. Cuando se acabó 41 años después de su comienzo estaba obsoleta: había nacido la aviación. Hay más datos, pero no hay más sitio. La semana que viene tenemos sexcentésimo aniversario de un gran acontecimiento y septuagésimo de dos menos grandes acontecimientos.

Besos pa tos.

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