Apagada. Me pilla el comienzo de curso triste por la muerte de una amiga. He decidido dar espacio a esa tristeza y concederle el tiempo que pida. Eso significa que el mundo exterior me interesa menos, que una vez que acabo lo obligatorio quiero estar sin más, estar, que es la dimensión más elemental del ser. Que me sobra cualquier actividad y cualquier entorno que exijan un mínimo entusiasmo, cualquier conversación que no dé por supuesto que mi atención está mermada. La tristeza es un estado contemplativo, de recogimiento y reconocimiento. De la otra persona, de la pérdida y de una misma. De que esto es así. No resta intensidad que supiera hace tiempo que M iba a morir, que ella fuera tan consciente y tan capitana de su propia vida ni que le echara humor negro.

Busco una imagen que represente el duelo. ¿Cómo lo ven ustedes? ¿Como un territorio sin paisaje? ¿Como un recorrido en el que más o menos pueden controlar el ritmo y prever etapas y dificultades o como una corriente que les atraviesa, un color que les tiñe, una fuerza autónoma que toma las riendas y les rodea y no les deja apartarse de lo evidente, de que, en el fondo, más allá de ocupaciones y distracciones, solo pueden estar viviendo lo que viven? ¿Una especie de cápsula que les permite moverse, pero de la que no se pueden desprender, un peso que les limita o un exilio de lo habitual? Después de darle alguna vuelta, creo que las opciones no son contradictorias. Y, sobre todo, que el conocimiento o las experiencias anteriores no son mapas precisos ni suponen gran consuelo.

A principios de agosto, llovió una tarde. Un gran arcoíris doble se levantaba sobre la casa de M. Saqué una foto. La miro. Me gusta.