El Alto Atlas rugió la noche del viernes. Una falla tectónica disparó el terremoto en Marruecos allí donde nadie lo esperaba. Una colisión entre la placa africana y la placa euroasiática que ha ocasionado más de 2.000 muertos (el contador sigue abierto) y miles de heridos, un punto caliente del planeta, como si fueran dos piezas de un rompecabezas irresoluble pero en continuo movimiento. Quizás una metáfora que nos alerta de las diferencias que siguen existiendo entre ambos continentes, el africano y el europeo, y también seguramente de los efectos del cambio climático y el sobrecalentamiento del planeta que se cobra vidas en las zonas más vulnerables del planeta. La distancia entre un mundo occidental que se puede permitir construir viviendas de calidad donde guardar sus recuerdos del mejor zoco árabe de Marrakech y que mantiene como ilegales a quienes llegan desde ese mismo Magreb en busca de una vida mejor (en Iruña duermen en la calle).

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Las imágenes del devastador terremoto en Marruecos EFE / EP

Y el inframundo de las viviendas convertidas en armas de destrucción que terminan desmorondándose y atrapando a miles de personas. Pueblos situados en las laderas de las montañas o periferias de las ciudades hacinadas donde anida la miseria. La parte vieja de la ciudad de Marrakech fue una de las más afectadas pero seguro que pronto recuperará el pulso. No así las aldeas rurales con construcciones tradicionales de adobe y materiales ligeros que siguen esperando una ayuda que no llega. Chozas o viviendas hechas de adobe, piedras y tierra que no están preparadas para evitar sacudidas. Y que nadie visita.