A los turistas de Pamplona –cada vez más, fuera de la tradicional temporada de Sanfermines, poblando los alojamientos turísticos, que hay por todas partes–, les encanta la Estafeta, la Plaza del Castillo, los pinchos y las escapadas, de paso, a los escenarios inagotables de paz y encanto que hay ahí mismo cerca de la capital. Los turistas, algunos han venido tantas veces que en algunas cuestiones también es conveniente oírles, suelen tomarse sus potes y compran sus txantxigorris, txistorras y algún patxarán y gastan y consumen, pero también les brillan los ojos cuando patean durante un buen rato por esos espacios verdes gigantes incrustados en medio de la ciudad, cuando se pierden por el camino largo que hay junto al río Arga y, sobre todo, cuando cuentan y no paran los árboles aquí y allí. “Cuánto verde y cuánto árbol tenéis en Pamplona”, me suelen lanzar los amigos que llegan del sur, del reseco y su caló eterna.

En la cuesta de Beloso, cuando crío, se plantaron unos arbolitos finos que tenían un tronco de birria y que no aguantaban un empujón. Eran unos árboles jóvenes, que querían con el tiempo aliviar el sol de justicia que atizaba en la subida y ya animaban entonces la bajada de cemento y baldosa. Como los bruticos siempre han sido y los que vendrán, hubo preocupación justificada porque en más de un fin de semana estos árboles criaturas fueron tronchados, doblados y rotos por algún destalentado que se aprovechó de un tronco indefenso. Fueron recubiertos con protectores de madera en su zona más vulnerable, pero era igual y muchos días –muchas noches– se asaltaba la copa, sus ramitas o lo que fuese. Era una burrada.

Que los árboles resistentes a aquellos vándalos de hace cuarenta años sean considerados ahora como poco valiosos para la ciudad es una falta de consideración y de memoria. Hay una preocupante y creciente tendencia taladora que quiere arrasar con lo que desde otras partes se ve como un lujo, como una seña de identidad. Ni mucho verde ni muchos árboles. Semos modernos.