En demasiadas ocasiones, la vida se torna radical en el peor sentido de la palabra, cruel e incomprensible. Basta con echar una ojeada a los telediarios cuando enfocan a Oriente Próximo para dejar de respirar de pura tristeza. De todas maneras, el fracaso y el odio gratuito anidan aquí y allá y pueden desatarse de mil maneras, por ejemplo, cuando tres niños de 12 y 13 años agreden a una joven por el hecho de creerla lesbiana. Ha ocurrido en Málaga –pudiera ser en cualquier lugar– a plena luz del día. En esta historia, unos chiquillos, que ni siquiera conocían a su víctima, la emprendieron a puñetazos y patadas al grito de bollera en lo que tiene toda la pinta de ser un delito de odio. Dada su corta edad, los agresores son inimputables penalmente y así debe ser, son niños y eso no puede olvidarse, pero ¿y sus padres, tutores o cuidadores? No se trata de condenarlos a ellos, ni siquiera tengo claro si tienen algún tipo de responsabilidad civil o semejante frente a la mujer herida. No, hablo de ese deber de tutela y supervisión que los mayores (progenitores o instituciones) asumen para con sus cachorros durante sus primeros años de vida. Algo muy grave falla cuando unos pipiolos andan por ahí disfrazados de matones homófobos en lugar de pasar el rato dándole patadas a un balón.