He pasado unos cuantos días tirada por culpa de una afección propia de la estación. Cuando empecé a coger terreno en el sofá me entregué al zapping como si quisiera hacer una tesis.

No ha dado para tanto. Me quedo con el uso del tiempo que algunos programas hacen cuando consumen, creo que esa es la palabra justa, a la ciudadanía de a pie. La engullen a un ritmo vertiginoso, tanto que, lejos de resultarme espacios relajantes o anodinos, me producen franca inquietud, me irritan.

Me centro en dos casos. El primero se refiere a esos programas que acercan a los hábitos alimentarios de los pueblos. Una reportera o reportero espitoso con una gestualidad exagerada llega a un pueblo y localiza a alguien que tiene una huerta, fabrica embutidos o quesos, hace repostería o va a explicar una receta tradicional. Con mucha frecuencia, el trato que reciben estas personas (y por extensión quienes las vemos) podría llevar a concluir que no oyen ni entienden todo lo bien que sería deseable y no es raro que el nanorreportaje termine dejándolas con la palabra en la boca, mirando a cámara y pensando que para ese viaje no hacían falta alforjas.

Pasa parecido en los programas donde la conexión con personas que pueden ayudar a desentrañar un misterio, un delito o suceso oscuro se realiza desde el estudio. ¿Se han fijado cuántas veces el o la conductora dice cosas como a ver, M, M, tenemos muy poco tiempo, esto es la televisión, dice que llegaron en una nave espacial? Y M no puede explicarlo porque el tiempo se acaba y nos quedamos con la duda.

Es un consumo compulsivo e irrespetuoso de ciudadanas y ciudadanos que al fin y al cabo sostienen los programas. Pero sale gratis, así que no pasa nada. ¿No?