Todos y todas, los de mi generación al menos, veíamos aquella fantástica serie en la que un niño se enamoraba locamente de un delfín llamado Flipper. Flipper irradiaba cariño. Yo tenía un amigo al cual llamaba Flipper porque también irradiaba cariño y alegría como los delfines. Un día, a los 19 años, me contó tomando una cerveza en un bar que no sabía por qué causa la noche anterior había sentido miedo, había oído unas voces extrañas, no sabiendo si estas eran reales o irreales. Me dijo que, por si acaso ese era el motivo de las voces, no iba a tomar más alcohol por las noches de los sábados. A partir de entonces iba a tomar tónica con limón exprimido por asociarla psicológicamente a un gin tonic. Dos meses más tarde me comentó que esas percepciones auditivas comenzaban a volverle loco. Flipper seguía siendo tan alegre, cariñoso e imaginativo como siempre, pero se le notaba torpeza a la hora de hablar. Me contó que estaba tomando unas pastillas llamadas Prozac, Rivotril y alguna más para dormir. Al día siguiente, sonó el teléfono en mi casa. Era la madre de Flipper diciendo que éste había tenido un intento autolítico y que estaba ingresado en un hospital psiquiátrico. En cuanto hablé con su amatxo, me dijo lo que Flipper me había estado ocultando, que tenía lo que en psiquiatría se llama TOC, trastorno obsesivo compulsivo. Lo fui a ver en cuanto pude. Estaba atado a la cama con un libro de Paulo Coelho en la mesilla llamado Verónika decide morir.

Flipper en su vida anterior había estado trabajando como educador, como monitor y director de campamentos de verano con chicos y chicas y como entrenador de baloncesto. Había escrito dos libros llamados Transatlántico vasco y Alejandra, pero nunca se los habían conseguido publicar. Escribía poesía. Le gustaba la literatura, especialmente la Generación del 27: Federico García Lorca, Miguel Hernández. Y también Paulo Coelho, Antonio Gala y Terenci Moix.

En fin, Flipper tenía la mente maravillosa. Pero no iba a recibir nunca un premio nobel. Lo que sí tenía era una familia que le amaba y había sufrido mucho por él en ese corto periodo de tiempo donde cada noche era un calvario tanto para sus aitas, como para su hermana y para él. ¡Ah! Y me dijo que creía plenamente en el nazareno y en su padre Dios. Seguro, pensé yo, que alguien voló sobre el nido del cuco para que él continuara vivo. ¿Usted lo sabe? Yo sí.