Ha pasado la pandemia con su fiebre devastadora de la salud en demasiadas personas. Algunas nos salvamos de su látigo y quedamos satisfechas por haber conseguido sortear el obstáculo. Vinieron las vacunas y nos las pusimos, las dosis de refuerzo y nos las inoculamos; además, nos aconsejaron vacunarnos contra la gripe que se anticipaba amenazante y también dejamos que nos pincharan un brazo con ella. En cada uno de los brazos el mismo día nos metieron esos activos que, según los expertos, incentivan a que cada organismo se anime a fabricar anticuerpos para afrontar o pelear, en términos belicistas, contra los virus proliferantes de no sé cuántas cepas, vides o cultivos, que igual me da como se llamen.

A fuerza de información reiterada nos hemos convertido en semi-expertos en problemas respiratorios, que son los más temidos y más sobresalientes, por otra parte. Expertos sin otra experiencia que la propia, cuando se ha tenido que afrontar el problema, o en otros convivientes a los que hemos escuchado, cuidado y atendido como corresponde en cada caso. Ya no es difícil encontrar a alguien que, cuando te pregunta por tu salud, te cuenta su problema que resulta se parece bastante al tuyo. Personas que tenemos una edad que ronda la vejez o estamos plenamente en ella somos las más afectadas, las que somos objeto de prevención y, por tanto, las que más vacunas llevamos en el cuerpo, porque a las antedichas hay que añadir la que tiende a prevenir la neumonía, que ya son palabras mayores.

A pesar de todo, los virus nos han atacado con fiereza en muchos casos. Pasamos de un año a otro llenos de buenos deseos y también de problemas respiratorios de amplio espectro. Y en esas estamos cuando la sanidad pública, que es en la que confiamos, a la que intentamos prestigiar a través de la defensa de los derechos de los sanitarios, carece de los medios necesarios para la cobertura de toda la demanda que, como digo, se está produciendo en esta época del año.

Hacemos lo que podemos para no colapsar las urgencias, que bastante tienen con socorrer los casos más graves tanto en temas respiratorios como de otra índole que no se autoexcluyen de la atención y cuidado, como no puede ser de otra manera. Llamamos a los centros de salud que nos corresponde por el lugar de residencia y tenemos que esperar a que nos den la cita presencial cuando se puede, que no es cuando se quiere.

Muestro toda la comprensión hacia los profesionales de la salud, a quienes sigo aplaudiendo silenciosamente, pero las quejas y lamentos de la población van creciendo por las dificultades con las que nos encontramos para que un médico, da igual de qué género sea, nos pueda dedicar un poco de su escaso tiempo. Necesitamos muchas veces hablar con él o con ella, contarle cómo nos sentimos y también, por qué no, los miedos que tenemos. En ocasiones es tarea harto complicada. Y todavía es más extraño cuando has de contar a quien te coge el teléfono para darte una esperada cita previa, lo que te ocurre, los síntomas, desde cuándo, etcétera, porque se supone tiene que informar previamente al médico o a la enfermera. No lo puedo entender, la verdad. ¿Dónde queda la privacidad?

Contemplamos el panorama a nivel de todo el Estado con pena y escepticismo, mientras las pólizas de seguros privados en materia sanitaria van aumentando para quienes se las pueden y quieren pagar.

Quizás las personas que poblamos los territorios nos vamos conformando desde ese escepticismo con la situación a la que no damos crédito y nos consideramos incapaces de revertir.

Algo podríamos hacer, digo yo. Al menos no quedarnos quietos mientras vemos cómo el negocio de la sanidad hace engordar otros bolsillos.