¿Quién no recuerda en su infancia despertarse en la noche, perdido, con una sensación de impotencia y soledad angustiosa? ¿Quién no recuerda la llamada instintiva que brota? “¡Mamá! ¡Mamá!”. Solo con sentir que venía ya bastaba para calmarnos. Sentir su mano en la frente borrando los malos sueños, sus manos, sus ojos luminosos mirándonos, su sonrisa fresca y el reconfortante beso que nos daba después de arroparnos. Y el sueño volvía y la noche cobraba un aire nuevo, domesticado. En la noche oscura, la presencia de la madre adquiría para nosotros dimensiones universales. Juan Pablo I dijo que Dios es madre al menos tanto como padre. En el corazón del mundo, en la profundidad más recóndita de todo lo creado, sustentándolo todo, late el corazón de Dios de madre.

Y, como decía San Agustín, Dios está en lo más íntimo de nuestra más intima intimidad. Si es así para todos, ¡cuánto más lo será para todas las madres!

Tanto le gusta estar que quiso no privarse de esa experiencia única de sentirse arrullado y querido por una madre, y se encarnó en la joven de Nazaret, la prometida de José.