Supongo que llegar a la alcaldía y encontrarse la patata caliente del aparcamiento de la calle Sangüesa no es lo más deseable. Supongo también que, pienses lo que pienses, no te queda otra que tirar para adelante, sobre todo si el desaguisado lo ha perpetrado alguien de tu partido, del que además es vicepresidente. Por último, es probable que por sus dedicaciones profesionales y políticas pasadas no esté muy puesta en el tema y se deje aconsejar por políticos o técnicos que, presumiblemente, serán sus responsables. Y qué van a decir. También puede ser que Ibarrola comulgue plenamente con el proyecto y lo asuma con conocimiento de causa. Hubiera cabido, por supuesto, que su criterio fuera otro y decidiera hacerlo prevalecer; no es el caso y es, además, extremadamente raro que cosas así ocurran.

Hipótesis y elucubraciones aparte, lo que sí conocemos es la actuación objetiva de la alcaldía desde que comenzó la legislatura, fundamentalmente para dejar claro que se trata de un proyecto estratégico para UPN (que tiene que ver, por tanto, con el modelo de ciudad) y que lo de los árboles no es para tanto, porque los que se talen serán sustituidos por arbolitos en macetas.

Como se ha puesto de manifiesto en las numerosas intervenciones en todo tipo de canales, la cuestión del aparcamiento de la calle Sangüesa engloba tres aspectos a tener en cuenta: el de gestión de tráficos, el del cambio climático y las islas de calor urbanas y el de la salud pública. En declaraciones a la Cadena SER el 1 de agosto, Ibarrola ha dejado entrever su pensamiento sobre el primero de ellos, con un compendio de tópicos superficiales e ideas trasnochadas y superadas, tanto en el mundo académico como en el de la planificación urbana.

Dice la alcaldesa que no podemos prescindir del coche en su totalidad. Es una obviedad. Nuestro modelo económico y productivo es muy dependiente del automóvil y la planificación funcional urbana que se impone en el siglo XX contribuye poderosamente a dicha dependencia, por lo que corregirla y situarla en patrones de racionalidad ambiental y económica no es algo que pueda hacerse de la noche a la mañana. Pero no se trata de eso. Nadie lo ha planteado. Poder acceder hasta el domicilio en coche por razones diversas no es incompatible con la restricción del tráfico y, desde luego, no exige la construcción de aparcamientos. Más aún, las posibilidades de llegar hasta el domicilio de personas con problemas de movilidad o niños –algo que parece preocupar a la alcaldesa– crecen a medida que se restringe el tráfico. Y es que una cosa es no poder prescindir completamente del coche en la ciudad y otra muy distinta fomentar su uso en espacios centrales.

En la misma línea de razonamiento, Ibarrola entiende que no se puede amargar la calidad de vida de la gente que, según ella, pasa por tener un aparcamiento junto a la vivienda. Parafraseando a Krugman y su backyard capitalism (traducido como “capitalismo de la casita con jardín”) podríamos hablar del capitalismo del pisito con aparcamiento de Ibarrola. Populismo tosco que no es ya que ligue la calidad de vida a la posesión de bienes materiales, sino específicamente al duplo coche-garaje. Dado que el espacio urbano es limitado y que el tráfico genera externalidades negativas que no son debidamente internalizadas (con la consiguiente generación de ineficiencias), necesariamente se van a plantear conflictos con otros elementos que también contribuyen a la calidad de vida (de las mismas personas o de otras), como el arbolado urbano o el calmado del tráfico. En estos casos, parece clara la opción de la alcaldesa, como lo prueba otra afirmación cuando menos curiosa: dice pretender una ciudad “verde y sostenible y también compatible con la calidad de vida de las personas”; calidad de vida que, recuérdese, liga al coche y al aparcamiento. Es decir, se parte de que la ciudad verde y sostenible es incompatible o, al menos, reduce la calidad de vida. Es una posición muy antigua, ampliamente superada, aunque vigente todavía en algunos grupos sociales y políticos de tendencia reaccionaria. Una visión que concibe cualquier medida de protección ambiental o de búsqueda de la sostenibilidad como una especie de lujo que impone sacrificios y obligaciones, requiere renuncias, tiene costes y reduce la calidad de vida (y la libertad, que hay quien tacha de totalitaria la idea de la “ciudad de los quince minutos”). Ya a principios de los sesenta Jane Jacobs, gran teorizadora de la ciudad, puso de manifiesto que es la integración sin restricciones del coche en la ciudad lo que degrada la calidad de vida urbana y los espacios públicos.

Entre tanta loa a las propiedades salvíficas del coche, panacea del bienestar y la felicidad, Ibarrola también parece pensar en el peatón y esgrime como una justificación añadida, si bien diríase que marginal y traída por los pelos, que el estado de la plaza de la Cruz es inadecuado. Puede que lo sea, no digo que no, si a lo que se refiere es al pavimento y, quizá, a su ordenación (esto es opinable). Pero tiene que ver con el aparcamiento tanto como el tafanario con las témporas. Es cierto (vaya usted a saber por qué) que ambas obras van en el mismo pliego de condiciones, pero no deja de ser algo caprichoso, dado que se separan los importes y los 2,6 millones de la reurbanización de la plaza corren a cargo del presupuesto municipal. A expensas de que en 2024 y 2025 exista dotación suficiente en la partida correspondiente (como Ibarrola siga la estela de Maya en aprobación de presupuestos…). Ya veremos las afecciones de los ascensores del aparcamiento, la dotación de mobiliario urbano y la propia configuración de la plaza. Por lo que se ha transmitido, parece que se contempla más como zona de paso que como lugar de estancia, en esa lógica neoliberal que concibe la ciudad exclusivamente como espacio de consumo. Si hay que pararse, que sea en una terraza o en un escaparate.

Hay una última cuestión que también merece alguna reflexión. El importe total de las plazas prácticamente agota el presupuesto total. Esto significa que se está subvencionando el automóvil (generador, como se ha dicho, de abundantes externalidades negativas) a costa del patrimonio público y sin un triste análisis coste-beneficio o el preceptivo informe de viabilidad; no digamos ya una estimación del impacto ambiental. Y por un plazo de setenta y cinco años. Nos enfrentamos a la necesidad de acometer cambios en nuestro modelo socioeconómico y productivo de una magnitud difícil de calibrar pero enorme, que incluye también cambios drásticos en las pautas de movilidad. No es factible –ni viable– continuar con las actuales, simplemente sustituyendo motores de combustión por eléctricos. En esas condiciones, subvencionar el automóvil e incentivar el tráfico urbano (a costa, además, de hacer desaparecer árboles esenciales en esa zona de la ciudad) es irresponsable, cuando, además, está por demostrar la necesidad de ese aparcamiento (los datos disponibles indican lo contrario).

Liberar la ciudad de coches y preservar e incrementar el arbolado son cruciales para atender a la salud pública, las afecciones del cambio climático, la justicia social o la calidad de vida. Cuando la política municipal va decididamente en la dirección contraria y las justificaciones son tan burdas o superficiales como las que exhibe la alcaldesa Ibarrola hay que preguntarse si se debe a incompetencia o a algo peor. Ella sabrá.