Venimos de una tradición cultural donde los mayores cambios sociales se han dado a través de potentes revoluciones, que provocaban transformaciones radicales y violentas. Ejemplo de ello son las revoluciones francesa, las de 1848, la rusa, la cubana, la iraní, etcétera, revueltas que derrotaron monarquías o absolutismos y dieron un vuelco total en su momento.

Sin llegar a tanto, también ha habido grandes movilizaciones sociales, protestas pacíficas que ocuparon la calle y propiciaron los avances sociales que ahora disfrutamos como, por ejemplo, la protesta obrera consiguiendo, entre otras cosas, convenios dignos y trabajar un máximo de 8 horas, el movimiento feminista por la igualdad entre hombres y mujeres, la lucha LGTBIQ+ con la integración de la diversidad sexual, o movimientos en pro del aborto y del divorcio…

Todo cambio social, toda mejora laboral, ha sido conquistada en la calle, saliendo en masa a manifestarse, provocando huelgas, paros… era la forma de presionar al poder para obligarle a cambiar, a transformar leyes en beneficio de la ciudadanía, no sólo para una clase dominante privilegiada.

Hoy en día, con todas las comodidades que tenemos, con todos los avances que se han logrado, con la sensación de que las tecnologías nos conectan y creemos que un like apoyando una causa es tanto como manifestarse a favor, la movilización social se presiente como una quimera. No nos movilizamos, no protestamos en masa, no creamos corrientes de opinión transformadora, y así los grandes temas pendientes, importantes y urgentes, como son la diversidad, las mejoras laborales, la equidad, la igualdad, la preservación del medio ambiente, las guerras con sus genocidios… se quedan sin abordar del todo.

El cambio está en otra parte, si la calle no habla con potencia y unidad, es que se necesita primero un cambio en cada hogar, en cada ámbito personal e íntimo. Porque si no revolucionamos nuestro propio entorno más cercano, no seremos capaces de propiciar cambios a escala mayor. Ya lo dijo Lao Tse: “Si quieres despertar a toda la humanidad, entonces despierta tu propio ser. Si deseas eliminar el sufrimiento del mundo, entonces elimina todo aquello que es oscuro y negativo dentro de ti”. Es así, para estar concienciado de una necesidad de cambio real y auténtico, primero lo hemos tenido que digerir en nuestra intimidad. Es fundamental la crítica y la reflexión para alinearse con cualquier causa, pero sin coherencia personal, todo se convierte en palabrería y vacío existencial.

Si se nos llena la boca de feminismo, de igualdad, de respeto hacia las mujeres, y resulta que en nuestra casa la madre sigue siendo la esclava de todos y de todas; de nada vale, somos pura pose progresista pancartera.

Si nos enojamos por la contaminación, por el negacionismo del cambio climático y por la destrucción del planeta al asolar todos los recursos naturales, y resulta que apenas reciclamos, no dejamos de comprar casi compulsivamente devolviendo sin pudor la mitad de lo adquirido y viajamos en avión todo lo que podemos siendo unos invasores de lugares y gentes; de nada vale, somos unos ecologistas de pacotilla que nos vestimos de verde para figurar, nada más.

Si lo nuestro es la empatía, la asertividad, la escucha y hasta el amor libre, y resulta que nuestro hogar parece un iglú, menospreciamos a nuestro compañero de trabajo para ser solo nosotros reconocidos; de nada vale, somos unos auténticos hipócritas bipolares asquerosos.

Si defendemos la diversidad, la pluralidad multicolor, y resulta que nos daría algo si nuestro hijo o hija saliese con una persona de color de piel diferente o fuese homosexual o lesbiana y no dijéramos ya si transexual…; de nada vale, somos más carcas que los ultras retrógrados.

Si nos parecen injustos los contratos basura que hacen a nuestros hijos e hijas, si nos indigna el abuso del gran empresariado sobre la clase trabajadora, y resulta que tenemos en casa cuidando a nuestra madre o padre a una persona sin contrato, a veces hasta las veinticuatro horas; de nada vale, somos puro egoísmo clasista.

Si lloramos por las matanzas en las guerras de los países pobres, si nos indigna sus condiciones de vida, si se nos encoge el alma por los desplazamientos de los refugiados, de los que huyen de la violencia extrema, y resulta que nos molesta que nuestro país acoja a estos migrantes forzados; de nada vale, somos míseros, humanamente cínicos.

Podríamos seguir, la cuestión es que nada fluye colectivamente porque quizás somos unos farsantes sociales. Vendemos humo y nos retiramos de cualquier intento de lucha compartida aduciendo cualquier excusa personal porque en el fondo tememos ser descubiertos en nuestra insolencia.

Tenemos que llevar a cabo los cambios en nuestra intimidad social y familiar, llevarlo a la práctica en casa, con los amigos y amigas, en el trabajo, y entonces estaremos preparados para revolucionar la ciudad, el país, el mundo. La auténtica revolución pendiente hoy en día es la nuestra, la revolución de lo íntimo. Y lo sabemos.