El término suena hoy un poco retro, y este eco, sin embargo, tiene sus razones. Tal vez, vivamos en la era del post escándalo, aquella en la que ya nadie se escandaliza, es decir, en tiempos en los que se ha introyectado una indecencia que, convertida en pan de cada día, no molesta ni a las almas más sensibles y agraciadas. Si todo es escandaloso, nada lo es. El problema, si acaso, es el post escándalo, es decir, haber desplazado la pasión pública hacia una suciedad que, al perder su significación, acaba anulando a sus enemigos históricos: la indignación y la necesidad de ética. Todos nos indignamos por todo, estamos acostumbrados a todo: somos unos hastiados, indiferentes, apáticos… sin remedio. La indignación en el poder (una marca fuerte de la política actual en muchos países europeos y no europeos) genera sueño institucional y subidas de spread insoportables.

Las estrategias de conocimiento pasan por una plétora de movimientos y contra movimientos que hacen del escándalo un fenómeno intrínsecamente semiótico, un bricolaje de signos y señales de gran inventiva que, partiendo de la clásica posición simmeliana de un secreto que se enriquece de significado cuanto más se oculta, estalla, culminando en el telón final de los jueces que absuelven a todos o casi todos, no sin proveerse, como es tradicional, del necesario chivo expiatorio. A lo largo y ancho de las noticias aparecen palabras como (lista desordenada): pesquisas, crónicas, interrogatorios, debates, sospechas, dudas, imputaciones, indignaciones, proclamas, invectivas, interpelaciones, documentos (escritos y ocultos), carpetas, papeles (comprometedores y sacados a la luz), misivas (mal disimuladas), emails, whatsapps, denuncias, interrogatorios, actas, informes, afirmaciones, desmentidos, ataques, impugnaciones, invocaciones, negaciones, contradicciones, insinuaciones, rumores, chismes, notas (crípticas y desordenadas), declaraciones, acusaciones, testimonios, confirmaciones (incontestables), comparaciones, conjeturas, artificios, silencios (muy significativos), cartas clandestinas, telegramas, panfletos, artículos, metáforas (“peces gordos”, “tirar de la manta”…), dinámicas, giros... y podríamos seguir... en una casi interminable secuencia. La ola retórica sumerge todo escándalo a la lógica del espectáculo.

Es nuestro mundo más global o nuestra sociedad más cercana, como siempre, nuestro o nuestra como antes y como mañana, el escándalo no deja de ser panem nostrum quotidianum: cualquier cosa menos consoladora pero de la que, al menos, podemos extraer muchas lecciones y algunas indicaciones operativas. Tanto en el plano de la praxis política como en el de los modelos de interpretación de los hechos humanos y sociales, políticos y culturales. Se pueden distinguir, por poner un ejemplo, dos tipos de escándalos los que conciernen a las libertades civiles, a las reglas de la costumbre y de la moral sexual, a menudo retomados y amplificados por la literatura, que sacuden poco a poco a la opinión pública, acabando por generar profundas transformaciones éticas; y los que conciernen a la economía, la política, el derecho, las instituciones, que son reavivados a duras penas por la buena literatura, de modo que, tras un gran ruido inicial, resultan ser los clásicos incendios de paja y se apagan en la nada. Aquí, tal vez una diferencia entre aquella época y la época posterior al escándalo, la actual podría residir en el hecho de que la diferencia entre estas dos formas de indecencia se ha desvanecido. En el sentido disuasorio: la nada reina. Y los medios de comunicación hacen lo que pueden. Al fin y al cabo lo más escandaloso que suele tener el escándalo es que uno se acostumbra.