El fracaso de la estrategia de Pere Aragonès de convocar elecciones anticipadas conlleva para Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) una encrucijada en la que la renovación de su estrategia y de sus cuadros le llevará un tiempo que no favorece a corto plazo la situación en su país. Los resultados de las últimas elecciones catalanas –20 escaños– devuelve a Esquerra a una representatividad equivalente a las de Oriol Junqueras y Raúl Romeva –en 2012 y 2015 respectivamente– o de Josep-Lluís Carod-Rovira durante los dos tripartitos previos pactados con el PSC, cuyo final se saldó con un descalabro en las urnas del que se recuperó en el punto álgido del proceso independentista, en 2017. Quiere esto decir que ERC es una formación acostumbrada a vaivenes y que en el pasado ya tuvo que rescatarse a sí misma. No obstante, para ello necesitó dos elementos que no parecen disponibles en el corto plazo: un factor de tracción del que ser partícipe sin ser su promotor ni mucho menos gestor exclusivo –como lo fueron los pactos del Tinell y la Entesa, que le permitieron acceder al Govern, o el mismo procés– y un tiempo para reconfigurar sus estructuras. Sobre el primer factor ahora mismo se debate entre la necesidad y el temor: la necesidad de evitar unas nuevas elecciones en Catalunya a cinco meses vista y el temor a las consecuencias de respaldar, siquiera fuera del Ejecutivo, al socialista Salvador Illa en su investidura. En cuanto al segundo elemento –la reconfiguración de sus estructuras– las anunciadas salidas de Pere Aragonès y Marta Rovira no garantizan la completa renovación en tanto Oriol Junqueras apuesta por tratar de ser refrendado en la presidencia del partido con la expectativa quizá de que la Ley de Amnistía le habilite como futuro candidato. Pero para despejar estas dudas faltan meses y, mucho antes, ERC tiene que adoptar decisiones y no está suficientemente claro quién las va a liderar y asumir su coste. La primera es la de facilitar o no la gobernabilidad en Catalunya; la segunda, la de sostener la estabilidad de Pedro Sánchez. La respuesta a ambas disyuntivas apuntaría al sí para poder hacer su propia transición. Pero tiene un lazo alrededor de su cuello que está en manos de Carles Puigdemont –sobre todo en la variante de la estabilidad de Sánchez– y que puede frustrar sus plazos.