para muchos la política ha de consistir en mantener por encima de la realidad las ideas propias. Rectificar es signo de debilidad, cambiar de opinión una flaqueza. Una persona que en su ámbito privado sería considerada virtuosa si es capaz de reconocer errores de percepción, devendría en político pusilánime si lo hiciera en el escenario público. No se entiende por qué, cuando una de las mejores cosas de la vida es poder cambiar de punto de vista, incluso rectificar abiertamente. Yo he tenido esa oportunidad, y en algunos momentos de manera muy significada. Cuando estuve de concejal (principios de los 90) hubo debates en el Pleno en los que Elías Antón o Fernando Biurrun decían que el GAL estaba montado por el Estado. Yo me revolvía, lo creía imposible, y seguro que en algún debate así lo dije. Pero no mucho tiempo después se demostró que era cierto, que el Gobierno de González dejó a muchos bienpensantes a los pies de los caballos (lo que tampoco exonera a aquella HB de ser lo que entonces era, el partido que obedecía a ETA). Años más tarde, en un vuelo a Madrid para ir al Senado me senté junto al entonces senador socialista Pedro José Ardaiz. Habían salido las primeras informaciones que implicaban a Urralburu en casos de corrupción, y aquel amigo suyo me preguntó, con cara alterada, si yo creía que todo lo publicado era verdad. Claro que lo era. Ese tan aclamado personaje por haber foralizado el socialismo navarro devino en el primer presidente autonómico que acabó en el maco. Dejó tras sí a unos cuantos atónitos como Ardaiz, pero también a no pocos equilibristas argumentales que buscaban la manera de poder seguir diciendo que pese al trinque, en el fondo fue un gran presidente. Pero seguramente la mayor caída de caballo que me ha tocado vivir fue el día en el que la Guardia Civil me detuvo. Y no tanto por la detención en sí o por las mentiras que los agentes contaron al juez sobre las circunstancias del momento, sino por ver al cabo del tiempo la manera en que se había producido. Durante el juicio en el que finalmente se me absolvió pude tener delante a los 21 (veintiuno) agentes que participaron en el operativo, algunos pertenecientes a la brigada de información, tradicionalmente encargados de la lucha antiterrorista. La primera pregunta que cabría hacer es si era justificable tal despliegue ante un supuesto caso de delincuencia común de poca monta, y la única respuesta que puede ofrecerse es que evidentemente alguien se encargó de excitar el celo de quien decidió tal operativo, y sus pestilentes razones debió tener. Pero además pude ver que algunos de esos agentes apenas sabían expresarse ante la Jueza, eran incapaces de testificar con una dicción mínimamente comprensible, exhibían no otra cosa que tosquedad, incluso se les veía mover la pierna nerviosamente mientras eran preguntados. No generalizare, y estoy convencido de que en la Guardia Civil hay gente extraordinaria, y que por los misérrimos sueldos que se pagan son los agentes más preparados que la sociedad se puede permitir. Pero pensé, inevitablemente, aquello de “en qué manos estamos”. Así que pido se me disculpe si tras tan traumática vivencia me permito valorar las cosas con el realismo que la experiencia me ha impuesto, mucho más allá de la tópica defensa de las fuerzas de seguridad que siempre se suele hacer.

Las fuerzas de seguridad son necesarias y prestan servicios esenciales. Pero lo que hoy hay en España es un escándalo, una absoluta vergüenza. A un ministro de Interior le grabaron en su despacho y parece ser que era una acción rutinaria y autorizada, ejecutada desde la habitación-estudio de al lado. Uno de los comisarios más relevantes en la estructura policial tiene empresas y millones en paraísos fiscales, y también medios de comunicación y políticos que le defienden. El responsable operativo de la policía hasta hace poco se exhibe en las portadas de un periódico y dice que elaboran informes secretos, que hay que meter en la cárcel a una serie de gentes, que en Suiza hizo fotos “de una pantalla de ordenador”. A un Juez le entregan un pendrive con pruebas incriminatorias que un policía dice encontrar ordenando unos cajones. El ministro disuelve una llamada Brigada de Análisis y Revisión de Casos, hasta ahora secreta, que trabajando cual logia manejaba un software que imagino la mierda que contendrá. Y esto es sólo parte de la información de una sola semana. Así sucesivamente. Me lo sigo preguntando: ¿en qué manos estamos?