Todavía hay quien espera el milagro, ese acuerdo de última hora sacado de la chistera del prestidigitador que nos salve de unas apocalípticas elecciones anticipadas. Pues miren ustedes, Pedro y Pablo, ya casi como que no. Cierto que las elecciones las carga el diablo, como tanto se repite ahora, pero el Gobierno que pudiera salir de este esperpento con suspense para evitarlas iba a ser un Gobierno de chichinabo con riesgo de saltar por los aires en cualquier momento y por cualquier discrepancia. Ya llevan demasiado tiempo haciendo el ridículo, como para aparentar in extremis que todo había sido una broma. Déjenlo, Pedro y Pablo, déjenlo y como no parece posible que ambos pasen al retiro de momento, procuren disimular y resígnense a pasar a la historia de la torpeza política.

En estos minutos de la basura, cuando cualquier solución supuestamente positiva sería un despropósito, todo se va a reducir a esa coña que llaman el debate del relato. O sea, de quién fue la culpa, de Pedro o de Pablo, o quizá del chá-chá-chá, para que todo haya salido tan rematadamente mal. Pedro y su pánico a plantarles cara a los poderes fácticos sentando a Lucifer en el Consejo de Ministros. Pablo y sus pretensiones de pintar de incongruente color morado a ese Consejo de Ministros. Pedro sacando pecho porque él fue quien ganó y se debe un respeto al ganador para que se vea que suyo es el poder y la gloria. Pablo escandalizado porque Pedro está despreciando a sus votantes y la tarta hay que repartirla entre dos; uno con más tajada que otro, vale, pero entre dos. Y digo yo si en el resto de las partes alícuotas Pablo tiene en cuenta a los que también deberían tener derecho a la tarta porque entre dos no suman. Y según esa teoría, algún derecho tendrán -digo yo- el resto de sumandos para que no sean despreciados sus votantes. Mira, según ese criterio de reparto, quizá hasta a EH Bildu le podría caer una dirección general. De los otros, de los que se limitan a ladrar, a mentir y a insultar, prefiero no hablar, porque su única intención es lo de cuanto peor, mejor. Por España, siempre por España.

El espectáculo ha sido demoledor. Ni a Pedro ni a Pablo les ha importado un pimiento la estabilidad y el bienestar de la gente. Han mirado sólo para sí mismos, para sus partidos respectivos, como jugadores de ventaja con su provecho partidario como único objetivo caiga quien caiga, aunque lo que caiga sea nada menos que el presente y el futuro de quienes les votaron.

Los unos por los otros, la casa sin barrer. Sin ningún paso adelante para resolver los problemas reales de la gente, sus señorías llevan cuatro meses -o cuatro años- en sus juegos florales pero, eso sí, cobrando puntualmente sus nóminas, dietas y prebendas. Y, no se lo pierdan, si por fin hay que volver a las urnas en noviembre, el escenario no va a cambiar apenas de tramoya y el cachondeo puede prolongarse al infinito. Y eso si es que no desemboca en algo peor. Por eso, lo que percibo en mi entorno es que la gente pasa de elecciones, que ya les vale y que les va a votar su tía la del pueblo.

No tengo nada claro a quién beneficiaría o perjudicaría una abstención mucho más abundante que la normal, pero el hartazgo contra la clase política podría anunciar un cataclismo, de no ser porque el personal suele ser propenso a tropezar con la misma piedra cada vez que les ponen una urna por delante. Nos queda al menos el desahogo de ciscarnos durante todo este tiempo en los responsables de haber echado a perder nuestras esperanzas, de despertarnos del sueño de un futuro progresista, de castigarnos con la pesadilla de una posibilidad -aunque sólo sea posibilidad- de que nos amargue la vida esa derecha reaccionaria, corrupta y matasiete que cabalga unida a lomos del caballo blanco de Santiago. Santiago matamoros, por supuesto.