No soy capaz de valorar lo que está ocurriendo en Barcelona sin conectar las imágenes que distribuyen los medios con algunas vivencias más personales. Conocí hace unos años a una catalana cuya vida había sido compleja y nada envidiable, llena de vicisitudes que nadie desearía, entre otras una hija con severos problemas psicológicos y adaptativos. Su situación se agravaba año tras año y aquella madre era incapaz de encontrar un recurso asistencial que le ayudara a abordar la situación. La sanidad era un desastre organizativo, siempre carente de respuestas ante un caso que sin duda las merecía. Tampoco había centros sociales de apoyo ni protocolos de atención para una adolescente que crecía al borde de la autodestrucción. El caso es que aquella madre, aún sin apellidarse García -el más común de los apellidos por allá-, era una ferviente independentista, depositaria de esa idea de que formaba parte de un pueblo irredento. Nunca me atreví a preguntarle cómo pertenecía al credo político propalado justo por aquellos que tuvieron a su hija tan desatendida, incluso al borde de la muerte, los mismos cuya primera responsabilidad era garantizar que los recursos públicos atendieran las necesidades perentorias de los más vulnerables. Tampoco le pedí nunca que me explicara qué pensaba al contrastar lo que a ella se le negaba con lo que otros robaron durante décadas, esa cleptocracia estructural en la que se desempeñaron Pujol, sus coetáneos y sus herederos. Hay otro referente cercano que en cierto modo es la imagen complementaria de este. Casualmente me encontré por Twitter con un economista catalán que había tenido un alto cargo durante el gobierno de Aznar, concretamente en el Ministerio de Sanidad. Persona de apariencia moderada y afable, en sus tiempos de mando en plaza y coche oficial coincidimos un día en una reunión y charlamos. Me pidió que ponderara adecuadamente la significación política que tenía su origen. “Dicen que yo estoy en este Ministerio porque soy de CiU, pero no es verdad”, y sonreía como si quisiera transmitirme su fidelidad a los postulados de aquel PP que le había encumbrado. Tiempo después trabajó en una empresa privada y hace pocos años se jubiló. Hoy se entretiene divulgando con regocijo tuits en los que se muestran las imágenes de los manifestantes echando Fairy a unos policías con los que tan comprometidamente compartió nómina en el cúlmen de su carrera profesional. Recapitulando, sigo sin entender cómo aquella madre no se planteó pedir a la política lo primero que le correspondía, antes un médico que la independencia, y cómo este espabilado ha sido capaz de vivir arrostrando tanta contradicción vital, pepero en el Paseo del Prado e indepe en Sarriá. Víctimas y verdugos agrupados bajo una quimera. Con inconsistencias de este tipo es como crepitan los problemas.

En Oviedo se ha visto eso que ahora llaman “la institucionalidad”. O por decirlo menos enfáticamente, la muy anacrónica estampa de una monarquía que se reivindica a sí misma en la misión de encarnar valores elevados. El resultante: unos premios que como todo el mundo sabe son una mala copia de los Nobel, entregados con más criterio mediático que científico, y en un escenario de solemnidad paleta e impostada. Que nos estén contando que lo relevante para España ha sido que este año una niña haya leído un discurso, y lo bien que lo ha hecho y cómo le miraban sus abuelas, o el vestido de su madre, es indicador de la paupérrima exigencia colectiva que tenemos. Mal vamos cuando malgastamos esa institucionalidad en tales cosas, en lugar de disponer de una jefatura de Estado con mayor capacidad para promover los cambios actitudinales que tantas veces necesita la política, como bien saben en Italia o Alemania. El rey disfrutó de una fiesta familiar que las televisiones reprodujeron, constatando la infinita distancia que hay entre las palabras melifluas y la realidad de algunas calles. Hay una muy conocida marca de cerveza de botellín verde que tiempo atrás exhibía cierto carácter, pero un día decidió que tenía que gustar a todo el mundo para ganar mercado, con lo que hoy es la más insípida que cabe beber. Así vamos, entreteniéndonos con los espectáculos, aceptando la narcosis y sin reaccionar, sin poner un ápice de coraje en la resolución de los dramas que nos acechan.