pamplona - Lleva seis libros en cinco años, una producción que sumada a la de sus artículos le han convertido en un referente. El profesor Ignacio Sánchez -Cuenca (Valencia, 1966) está en una etapa prolífica.

Se ha mostrado crítico con el papel de ciertos intelectuales pero usted es un referente. ¿Qué requisitos se necesitan para ejercer con consistencia?

-No he hecho nunca un decálogo de lo que debe ser un buen intelectual, pero creo que la primera condición es que sepa de lo que hable. A un intelectual se le supone que tiene un nivel de información y de estudio mayor que cualquiera que se lance a opinar, y eso no siempre se produce en la esfera pública española. En segundo lugar, creo que es muy importante no dejarse llevar por el sectarismo, estar dispuesto a revisar y a rectificar las opiniones que uno tiene. Y en tercer lugar, no construir un personaje, una marca personal que se hace conocida por decir barbaridades o tesis muy espectaculares que llamen la atención. Si el intelectual estudia un poco antes de hablar, tiene una actitud no dogmática, y rehuye la construcción de un personaje, puede aportar algo a la sociedad. Si no, se transforma en una figura pintoresca dentro del debate público, pero sin mucho valor.

Hay que cuidar ciertas rutinas.

-Sí, hay que estar leyendo constantemente y también debatiendo con otras personas. Leer no es suficiente, es un paso necesario, pero luego tienes que debatir para intercambiar razones y poder refinar y pulir los argumentos.

Usted fue educado principalmente en tiempos de democracia, con todo lo que eso conlleva.

-Hay mucha gente que se molesta cuando lo digo, pero creo que muchos integrantes de la generación protagonista de la transición a la democracia, han adquirido unos ciertos vicios, por tener un protagonismo muy fuerte desde una edad muy temprana, y creerse que los que han venido después, por no haber tenido las mismas experiencias biográficas no están a su altura. Les ha costado mucho dar paso a las generaciones siguientes. Yo en ese sentido soy bastante más joven, de lo cual me siento muy orgulloso, porque creo que me he librado de todos esos problemas que estaba señalando.

En su último libro constata la pérdida de capacidad transformadora de la política, demoledora desde una perspectiva progresista.

-Sí, intento argumentar que la izquierda no es algo eterno, es un movimiento político que nace en un determinado momento de la historia, a finales del siglo XVIII, que se prolonga durante dos siglos, y coincide con una fase dentro de la historia de la humanidad, en la que la política es la principal esfera de actividad y cambio. Creo que estamos asistiendo al final de ese periodo, y estamos entrando en una fase distinta en la que la política ya no tiene ese protagonismo y por lo tanto, la izquierda se encuentra con un espacio cada vez menor para formular ideas y llevarlas a la práctica.

¿En los últimos años se ha vuelto más pesimista?

-Sin duda, aquí la comparación con la que la sucedió en la anterior gran crisis económica, que fue la del 29, y la gran depresión de los años treinta, es muy instructiva. En los años treinta enseguida se formularon unas ideas nuevas, lo que se llamó luego el keynesianismo, de intervención del Estado en la economía para resolver el problema de los ciclos económicos. Y en cinco o seis años después de la gran crisis del 29, había una batería de políticas distintas a las que se habían practicado hasta el momento, que permitieron salir del agujero. La crisis económica contemporánea empezó en 2008, estamos en 2019 y no han surgido políticas nuevas o alternativas que permitan construir un tipo de capitalismo distinto o superarlo. Estamos todavía presos del mismo marco conceptual de las políticas neoliberales que ya venían funcionando antes de 2008. Creo que esta falta de innovación es una señal de que la izquierda está en un momento, no sé si atreverme a llamarlo final, pero sí desde luego en un final de un ciclo.

Con una crisis específica de la socialdemocracia.

-Puede resultar un poco extraño porque en España las dos últimas elecciones las ha ganado el Partido Socialista. Pero si se examinan los datos con un poco de perspectiva desde los años cincuenta hasta el presente en toda Europa occidental, el resultado es bastante descorazonador. La socialdemocracia ha perdido 4 de cada 10 votos en este tiempo, una pérdida de apoyo popular enorme, que hace que, aunque la socialdemocracia sobreviva por su inercia muy fuerte, no pueda ofrecer una alternativa real frente a las políticas que hacen los partidos conservadores.

Dice que “la derecha tiene un discurso más directo y sencillo”.

-Lo que intento argumentar es que la derecha tiene esta capacidad de conectar con reacciones o reflejos más directos de la ciudadanía porque vivimos en una especie de sentido común neoliberal, que conecta muy bien con los mensajes que quieren lanzar estos partidos. No se trata de que la izquierda necesariamente sea más espesa o abstracta. La izquierda propone cambios más ambiciosos, se ve obligada a dar más explicaciones y a proporcionar marcos de pensamiento que requieren más esfuerzo, y eso genera una asimetría.

Así que la izquierda tiene que deshacer ese marco neoliberal.

-Eso es muy complicado, entiendo que para la izquierda sea un objetivo a largo plazo, pero es muy difícil ir contra el espíritu de la época, que desde los años setenta viene siendo cada vez más neoliberal en muchos sentidos. Luchar contra eso es imprescindible, pero creo que las capacidades de éxito son muy reducidas.

Alude a una falta de empatía en buena parte de las élites.

-Sí, se ha producido una separación entre élites y ciudadanía. Cuando había estados nación en el sentido clásico, las élites estaban alineadas con sus sociedades civiles. Había un proyecto colectivo de mejora de toda la sociedad, y eso incluía a las élites. En la actual fase de globalización se ha producido un divorcio entre las élites y la ciudadanía, y las élites de cada país se relacionan más con las élites de otros países que con sus propios ciudadanos. Eso genera una especie de red mundial de élites que provocan el desenganche con respecto a las sociedades nacionales, y ahí se producen un montón de tensiones políticas de segmentos muy grandes de la sociedad que no se sienten representados por las élites políticas y económicas de sus países.

Observa que si el Estado pierde capacidad redistributiva, el crédito se vuelve imprescindible, lo que otorga más poder al sector financiero.

-Antiguamente, en la época dorada del consenso socialdemócrata, los ciudadanos contaban con el Estado como el gran asegurador. Cuando no lo consigue hacer con la misma eficacia con la que lo hacía en el pasado, los ciudadanos buscan otras formas de asegurarse el futuro. Y una de esas formas consiste en invertir en vivienda. Y para eso te tienes que endeudar. La vivienda se ha transformado en una especie de seguro de vida para muchas familias. Pero eso ha provocado un endeudamiento masivo de los hogares, que tiene consecuencias políticas, porque la gente no quiere correr demasiados riesgos por si suben los tipos de interés y la vivienda queda en peligro. Esto ha generado un conservadurismo muy acusado.

¿Qué augura para los años veinte?

-No sé muy bien con qué nos vamos a encontrar, pero lo que sí veo es que muchas de las protestas en el mundo son reactivas, para conservar cosas que se pierden. Hay muy pocas protestas proactivas, para transformar la sociedad. Casi ninguna tiene ese empuje transformador que tenían las antiguas movilizaciones masivas de la izquierda. Ahora son mucho más conservadoras, aunque puedan ser muy radicales en su realización práctica.

¿Se vuelve a hablar del capitalismo cuando ya lo tenemos en los tuétanos?

-El principal éxito del capitalismo es que a pesar de la crisis económica, lo damos por supuesto. A nadie se nos ocurre cómo sería un mundo sin capitalismo. Ese es el gran éxito de este sistema económico. Hay buenas razones para ello, el capitalismo ha producido un progreso material en la humanidad como no había habido nunca en la historia anteriormente, pero a la vez, se ha hecho tan exitoso que ya forma parte de los supuestos comunes que se producen en la sociedad. Nadie concibe una alternativa al capitalismo ni en la izquierda ni en la derecha. Las nuevas derechas autoritarias y populistas tampoco son anticapitalistas, pueden ser quizás más proteccionistas. Hemos llegado a un punto en la historia que no hay ningún tipo de ideología que cuestione el orden económico existente.

Treinta años desde la caída del muro de Berlín. ¿Entre la izquierda que no hizo sus deberes y la que los hizo equivocados, se ha perdido un tiempo irrecuperable?

-No soy partidario de la autoflagelación con la que la izquierda se castiga de forma habitual. La izquierda siempre es muy ambiciosa en sus planteamientos y casi nunca llega a tener éxito en su consecución y por eso está siempre sometida a un proceso de autocrítica. A la vez hay que reconocer que las condiciones objetivas para la izquierda son muy desfavorables en este momento de la historia. No estoy seguro de que la izquierda tenga mucha más capacidad de hacer las cosas mejor dadas las restricciones a las que se enfrenta en el tipo de capitalismo en el que estamos situados en estos momentos.

Más bien teme lo contrario.

-Las ideas igualitarias siguen teniendo mucha fuerza en ciertos ámbitos intelectuales, en el mundo académico, pero la tendencia del mundo real, la tendencia del capitalismo es hacia mayores niveles de desigualdad.

Se ha producido una brecha muy fuerte y no somos capaces de imaginar cómo cerrarla. Me temo que esta desigualdad económica y social va a ser la columna vertebral de la nueva sociedad. Quizá cuando surjan nuevos desafíos, y en el libro sugiero que el medioambiental puede ser uno, se abran oportunidades para que las ideas de emancipación y realización de todos los ciudadanos vuelvan a cobrar fuerza.

¿Cómo observa lo que está sucediendo en Bolivia y Chile?

-Estamos viviendo una ola de protestas en diversos lugares del mundo. En Bolivia y Chile son muy intensas pero por razones un poco distintas, creo. En Chile esto es una reacción diferida a lo que han sido varias décadas de un régimen neoliberal muy fuerte, con un legado muy visible del pinochetismo. Chile fue el primer laboratorio neoliberal en el mundo, antes que las reformas de Reagan en Estados Unidos y Thatcher en Gran Bretaña. En Bolivia es distinto. Creo que aunque se intente disimular vemos la resistencia de una parte de la sociedad boliviana a un golpe de Estado.

¿Qué pensó al ver el abrazo entre Sánchez e Iglesias?

-Perdón si suena un poco vanidoso por mi parte, pero creo que soy de las primeras personas que empezó a escribir a favor de un entendimiento entre PSOE y Podemos en la primavera de 2015, en el diario Infolibre y en Ctxt, diciendo que la única forma de cambiar las cosas en España frente al bloque de poder que representaba el Partido Popular en ese momento, era un entendimiento entre PSOE y Podemos. Proceden de tradiciones políticas muy distintas. Pero lo que intentaba argumentar entonces y lo sigo creyendo ahora es que se complementan muy bien. El PSOE tiene una experiencia inigualable de gestión y de conocimiento de la Administración, y de cuadros muy bien preparados para hacer políticas públicas. Podemos no tiene nada de eso, pero en cambio tiene mayor ambición, audacia e imaginación política. Esa combinación puede resultar muy saludable para que cambien un poco las cosas, sobre todo después de los años tan aciagos de la crisis económica.

Si ese acuerdo sale adelante augura crispación de muchos decibelios.

-No sé si se pueden superar los límites de la primera legislatura de Zapatero en cuanto a las barbaridades que se decían para deslegitimar ese gobierno, pero a lo mejor superamos esos niveles de agresividad verbal.

“A la socialdemocracia se le permite gobernar con tal de que no sea con sus propios puntos de vista”, dijo Iñaki Gabilondo en 2010.

-Es una frase interesante. La socialdemocracia está maniatada sobre todo en cuestiones económicas y del mercado de trabajo, por eso le cuesta tanto la derogación de la reforma laboral de Rajoy. No solo en España, todos los partidos socialdemócratas en Europa sufren unas presiones tremendas para flexibilizar los mercados de trabajo y cumplir con el rigor presupuestario. Donde mayor margen de maniobra tiene la socialdemocracia es más bien en las cuestiones sociales y morales relativas a los derechos ciudadanos.

¿Qué le pasa al sistema del 78?

-Aquí hay muchos problemas, pero cuando se considera que estos años de fuerte inestabilidad, fragmentación y polarización política son una demostración de que el régimen del 78 está agotado, yo no estoy seguro de eso. En mi opinión, en buena medida esa inestabilidad no es tanto consecuencia de la arquitectura institucional del 78, sino de que el PSOE, el partido central en la política española desde la muerte de Franco, el que más ha gobernado y más se parece a la sociedad española, no ha querido tomar una decisión sobre si gobernar en gran coalición con la derecha o con una alianza con Podemos y los partidos nacionalistas. Ha estado vacilando entre las dos opciones, y esa vacilación ha producido mucha inestabilidad política. Creo que en el momento que se consolide una opción clara, y parece que va a ser la de ir con Podemos y los partidos nacionalistas, volveremos a tener un gobierno relativamente estable que despeje un poco esta idea de que el régimen del 78 ha tocado su fin.

Es uno de los firmantes de la petición pública por una negociación sobre Catalunya.

-Me parece de sentido común. Llevamos probablemente desde 2010 en una crisis muy profunda y se ha ido agravando en la medida que se consolidaba la idea de que no había ninguna salida institucional a dicha crisis. Se ha producido una especie de profecía autocumplida. Cuando el Estado español se ponía más cerril, más agresivo o radical se volvía el independentismo catalán, y eso le daba la razón al Estado para insistir en que no se puede negociar nada. Esto me parece un proceso viciado de origen, y para romper esta dinámica autodestructiva que está erosionando la democracia española, hay que abrir de una vez algún tipo de proceso negociador.

Y con la radicalización de la derecha y la irrupción de una extrema derecha, ¿es optimista al respecto?

-No, desde luego que no. Creo que hay un consenso relativamente amplio en España de que la crisis catalana se puede sobrellevar. Incluso si para ello tenemos que renunciar a un poco de democracia y volver el sistema político español más agresivo, autoritario o impositivo, eso vale la pena con tal de no negociar con Catalunya. Romper ese consenso va a ser muy difícil; el Gobierno no va a ser muy sólido, y por lo tanto no veo que pueda haber una salida clara. A mi juicio, una salida efectiva requeriría una reforma constitucional y las derechas lo van a vetar. Con lo cual, anticipo más bien muchos años de tensión que a mí políticamente se me hace insoportable entre la Catalunya independentista y el resto de España.

La correlación mediática está descompensada.

-Los medios de comunicación están más fragmentados que en el pasado, y eso abre nuevos cauces de información. Soy muy optimista respecto al cambio generacional. En encuestas sobre la cuestión territorial, entre la gente más joven se detectan actitudes mucho más aperturistas y flexibles que en la generación mayor. Los mayores de 60 años no quieren ni oír hablar de la posibilidad de un referéndum en Catalunya. Entre los menores de 40 años, en algunas encuestas hay mayoría a favor de un referéndum. Este cambio generacional, si no se frustra, probablemente acabe produciendo un cambio profundo en las actitudes, que nos permita abordar de una manera distinta conflictos como el catalán.