De aquella revuelta estudiantil de mayo del 68 se han recopilado infinidad de anécdotas y consignas, unas auténticas, otras apócrifas, que en su conjunto dan la impresión de que aquellos jóvenes pretendían cambiar el mundo. Cincuenta años después, y visto lo visto, ni el mundo ha cambiado -al menos para bien- ni resultó cierto aquello de que bajo los adoquines estaba la playa, ni la imaginación llegó al poder, ni resultó prohibido prohibir, ni ha sido realista pedir lo imposible. Cincuenta años después, nostalgias aparte, la realidad constata que el Mayo francés fue bonito mientras duró, pero puede afirmarse que las estructuras de aquella sociedad con la que se pretendía acabar siguen prácticamente intactas, por más que las reivindicaciones de la revuelta fueran absolutamente justas.

Viene esto a cuento para interpretar algunas de las encrucijadas políticas en las que nos encontramos, sin que se atisben posibilidades de librarnos de un agotador punto muerto. Hace ya veinte días que contenemos el aliento a la espera de que salga adelante ese gobierno de progreso que propone Pedro Sánchez, ya que su acuerdo con Unidas Podemos precisa de apoyos variopintos para lograr la mayoría absoluta o, en su caso, la mayoría simple en base a la abstención. Por simplificar, y a la vista de que de la derecha no puede esperar ni agua, digamos que Sánchez necesita el apoyo directo o indirecto de los independentistas catalanes de Esquerra.

Y aquí viene el problema porque ERC, desde su justa e inequívoca vocación de izquierdas e independentista, ha vuelto a la utopía del 68 y tiende a ser realista y pedir lo imposible. O, por lo menos, a ponérselo muy complicado a la otra parte. Ante la intransigencia y la arrogancia de los poderes del Estado, reivindicar lo imposible ha llevado al soberanismo catalán al punto muerto en que se encuentra, con un president en el exilio, buena parte de sus dirigentes en la cárcel, una parálisis galopante de la gestión y una salida muy complicada del atasco. Al soberanismo catalán le sobra la razón, como les sobraba a los insurrectos del Mayo francés, pero le faltan los medios para hacer realidad ese imposible reivindicado.

El enardecimiento y la épica tienen, es cierto, su tiempo de subidón amparado, además, en la justicia y la razón. No debería interpretarse como subida de listón, ni como provocación, ni como humillación al aspirante socialista. Condicionar la reunión a una real bilateralidad, de nación a nación, de gobierno a gobierno, es absolutamente lógico para una formación independentista que no puede ni debe renunciar al derecho a decidir o a la autodeterminación. Qué menos, teniendo en cuenta además que sus dirigentes están encarcelados. Pero, amigo, al otro lado de la mesa está el establishment, que participa en el juego con las cartas marcadas y, además, impone las reglas. Y ya conocemos, por desgracia, las consecuencias de jugar con ventaja: la aplicación del 155, la represión policial y judicial, el avasallamiento mediático y la demonización social. De ello puede dar testimonio el lehendakari ohia Juan José Ibarretxe.

Este dilema contradictorio, ser realista y pedir lo imposible, mirando a la historia suele conducir a una profunda melancolía porque tiene como único destino elegir entre lo malo y lo peor. O se reivindican en su integridad los derechos como condición para un acuerdo, o se baja el listón. O se rompe la baraja de lo imposible, o se resigna a amarrar lo posible. En el caso de España, o se facilita un Gobierno supuestamente progresista aceptando lo posible, o se asume el riesgo de un Gobierno de ultraderecha reivindicando lo imposible. Es lo que tiene una confrontación desigual, que siempre ganan los mismos y solo puede aspirarse a perder lo menos posible, a dejar en la gatera los pelos mínimos para salvar la dignidad.

Nos tocan vivir tiempos tan complicados como apasionantes, en los que por fin se entra a debatir legitimidades reiteradamente rechazadas o, cuando menos, aplazadas. El dilema está entre reivindicar a pecho descubierto, todo o nada y ahora, o reivindicar con realismo y flexibilidad pero siempre con astucia para ir obteniendo resultados positivos paso a paso. Demasiado lento, demasiado corto, acusarán unos. Demasiado ingenuo, demasiado utópico, acusarán también otros. En esta difícil encrucijada en la que ser realista y pedir lo imposible es tan tentador como incoherente, quizá la única salida útil será elegir el mal menor.