n la política norteamericana existe la costumbre de llamar pato cojo al presidente que está en el tramo final de su mandato. Sin posibilidad constitucional de optar a la reelección tras ocho años al frente de la Administración, los últimos meses suele estar más preocupado por su legado que por el futuro del país. Sus colaboradores, compañeros de partido y rivales políticos se preparan ya para un futuro sin su presencia, con lo que su influencia política y poder real se reduce de forma notable. Preside, pero apenas manda. Y todo el mundo lo sabe.

Es posible que Javier Esparza hubiera sido un buen presidente del Gobierno. Tras el alborotado último mandato de UPN, llegó al liderazgo del partido como un candidato moderado que incluso hacía guiños al euskera. Un alcalde de pueblo que contraponía la normalidad de alguien de la calle con el elitismo que había transmitido Yolanda Barcina, a quien expresa y públicamente excluyó de la lista electoral para garantizar su papel renovador en el partido.

Un perfil que hubiera podido desarrollar desde la presidencia del Gobierno en un contexto de recuperación económica y distensión social. Sin necesidad de tensar el debate público ni alentar discursos catastrofistas de interés electoral. Pero no era su momento. La sociedad navarra había asumido su diversidad mucho más rápido que UPN, condenando a su nuevo líder a observar la realidad política y social desde la oposición. El cambio era inevitable.

UPN vive desde entonces en un tiempo de transición. Una época que le ha tocado gestionar a su presidente, Javier Esparza, que encara su sexto año al frente del partido sin perspectivas de Gobierno a corto plazo. Aún queda tiempo para las próximas elecciones autonómicas, las consecuencias sociales y económicas de la pandemia son todavía inciertas y no se puede descartar un vuelco electoral que cambie por completo el mapa político de Navarra. Pero no es lo más probable.

Han pasado seis años, unas elecciones autonómicas y una pandemia, pero la realidad de UPN apenas ha variado desde 2015. En Navarra hay una mayoría progresista con voluntad de colaborar en el Gobierno foral y es muy posible que lo haga también después de 2023. La presión sobre el PSN, lejos de forzarle a romper con sus aliados, ha acabado por distanciar a la derecha regionalista de su único aliado posible.

Las perspectivas no son buenas para UPN. Tampoco para Javier Esparza, que en su huida hacia adelante ha olvidado todo relato con el que llegó a primera línea de la política para dar paso a un discurso bronco que ha ido delegando en un equipo de colaboradores cada vez más descontrolado. No hay margen para el acuerdo en el Parlamento, la descalificación se impone en las redes sociales y cada vez resulta más difícil distinguir a UPN de Vox en Madrid, donde los regionalistas han renunciado a cualquier influencia política.

Tampoco hay más propuesta ni iniciativa que no sea la crítica general al Gobierno de Navarra, ya sea por el TAV o por el coche eléctrico, sin que esté muy claro si el alarmismo es por preocupación o por deseo. Y hasta el alcalde de Tudela se permite organizar actos para su promoción política personal a cuenta de las víctimas del terrorismo desde una evidente deslealtad institucional.

Es difícil saber si todo es fruto de una estrategia previamente planificada, una consecuencia de la presión política que ejerce la extrema derecha o la simple frustración que provoca la falta de expectativa colectiva. Pero no parece que vaya a cambiar a corto plazo. Bildu y las víctimas de ETA seguirán siendo el argumento central y casi único de la labor de oposición en lo que resta de legislatura, con la esperanza eterna de una intervención de Ferraz que someta la voluntad mayoritaria del socialismo en Navarra, pero que cada vez resulta más difícil e improbable.

Quedan menos de dos años para las próximas elecciones autonómicas y apenas uno para dar paso a la precampaña electoral, si es que alguna vez hemos llegado a salir de ella. Y la espiral ha cogido tal fuerza que ya va a ser difícil de parar, mucho menos por un líder que empieza a mostrar síntomas de pato cojo. Esparza volverá a ser el candidato y lo hará sin ningún cuestionamiento interno en un partido que sigue arrastrado por la inercia desde 2015. Será su tercera, y muy probablemente, última oportunidad.

Agarrado a los dogmas del pasado y empeñado una confrontación política frontal con el Gobierno que no ha hecho sino cohesionar a la mayoría que lo sostiene, UPN encara un futuro incierto. Lo hace sin saber todavía si recuperará su sigla histórica, aparcada hace dos años por una coalición ya amortizada que nadie acaba de enterrar y sin que su presidente se haya posicionado todavía. Pero con la certeza, cada vez más asentada, de que si quiere un futuro distinto, el camino que comienza en 2023 deberá ser diferente.

Esparza llegó al liderazgo de UPN con un perfil moderado que posiblemente hubiera funcionado en el Gobierno. Pero no era su momento

Eliminadas las primarias,

no habrá rival por la candidatura, lo que retrasa cualquier reflexión interna hasta las elecciones de 2023