Apenas estrenado el 2019, conversé largamente con una persona que durante mucho tiempo me mostró su más cálida cercanía teológica. En los últimos años me reprocha haber ido demasiado lejos. Se sentía dolido por mi reciente artículo “¿Qué Navidad celebro?”. Sobre él giró nuestra conversación. Y no tardó en espetarme a bocajarro: “¿Te consideras todavía cristiano?”.

No es una pregunta que me pille desprevenido -ya van tantas veces-, pero cada vez me descompone un poco y me obliga a empezar de cero, como si volviera a la catequesis de primera comunión en aquella iglesia de San Agustín de Azpeitia, hoy reconvertida en centro cultural. Así que le respondí desde lo más adentro: “Me considero cristiano por la gracia de Dios o de la Vida”.

“Pero ¿qué es para ti ser cristiano? ¿Qué consideras lo esencial del cristianismo, lo que lo distingue de las demás religiones?”. “Pues muy sencillo -repuse-. Es lo del evangelio de Juan que hemos vuelto a escuchar y meditar estos días: La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Lo esencial del cristianismo no es una creencia, sino carne que siente y vida en movimiento, cuestión de entrañas. Además, lo esencial del cristianismo no es lo que lo distingue y menos lo hace superior a las demás religiones y espiritualidades, religiosas o laicas, sino lo que las une a todas, más allá de nombres y conceptos. La entraña de la vida, lo que somos, nos hermana más allá de los credos”.

“Sinceramente, me parecen escapatorias. ¿No se diluye así la fe en la Encarnación en una especie de gnosis, tan de moda, donde todo se vuelven palabras y símbolos huecos? Eso ya no es fe cristiana. ¿Dónde queda la realidad de la Encarnación del Hijo de Dios en Jesús? ¿Qué significa para ti?”.

“Me alegro de que me preguntes qué significa para mí, no lo que es en sí. En efecto, puedo decirte lo que significa para mí, nunca lo que es, indecible por definición. Siempre discutimos sobre significados, y no importa que sean diversos para ti y para mí, pues pueden referirse a la misma realidad. Recuerda aquello de Santo Tomás de Aquino: la fe no se refiere al enunciado, sino a la realidad misma. La realidad de la fe no la constituye ni la fórmula dogmática ni su significado mental, sino el Misterio indecible al que apuntan todos los conceptos y significados teológicos. Las creencias y sus significados cambian en el tiempo, y pueden ser distintos para uno y para otro, según el propio paradigma o marco básico de comprensión de la realidad. Pero la vida apenas se juega en ello, sino en la vida entrañada. Encarnación es para mí una forma de decir la presencia más íntima del Misterio en la vida de Jesús, en su bondad creadora, más allá del ‘Dios’ dogmático, mental, fabricado por nuestro cerebro, más allá también del hombre particular Jesús, varón judío de hace 2000 años. ¿Más allá de Jesús? Sí, también, pues la encarnación conlleva particularidad, contingencia, limitación, como todas las formas del mundo. Queda el Misterio que nos salva”.

“¡Uff! Reconocerás que ese Dios del que hablas no es precisamente el Dios de Jesús, el Dios Personal, padre/madre de pura misericordia”.

“¿Crees acaso que lo que tú imaginas como Dios es lo mismo que imaginaba Jesús? Él lo imaginaba como rey sentado sobre un trono por encima de las nubes, en el cielo, rodeado de ángeles; que había creado el mundo en seis días y que iba a ponerle fin muy próximamente para el Juicio Final; que perdona sin medida, pero puede también condenar al infierno? Pocos creen hoy esas cosas, pero ni siquiera quien las cree las puede imaginar como Jesús. ¿Qué importa? Dios trasciende todas las imágenes y los significados que le daba Jesús. Es el Corazón eternamente latiente de la realidad, la bondad libre y creadora que se manifiesta en la vida de Jesús y en toda vida buena. Es cristiano quien reconoce a Dios en Jesús y trata de vivir como él. Humildemente, yo también me considero cristiano, porque Jesús es para mí el Icono del Misterio y aspiro a vivir a mi manera lo que él vivió. Todo lo demás son palabras sin carne”.