- Dos hileras de vallas amarillas marcan la frontera. A un lado, centenares de inmigrantes recuperan fuerzas en tiendas de lona tras días en el mar. Al otro, voluntarios les dan comida y lanzan besos a través de las mascarillas, bajo la atenta mirada de los policías.

Cae la tarde, en el muelle de Arguineguín, una pequeña localidad al sur de Gran Canaria símbolo y testigo de un fenómeno migratorio que desafía todos los pronósticos, desborda la red de acogida y tensa el debate social. Ya van 8.102 migrantes llegados a las costas canarias hasta el 15 de octubre, ocho veces más que a estas alturas en 2019. De ellos, unos 6.000 a Gran Canaria. Solo en 36 horas, el 9 de octubre y la noche del 10, llegaron 1.050 personas a la isla, cifra nunca vista desde la crisis de los cayucos de 2006.

Después de pagar entre 1.500 y 2.000 euros, según afirman los recién llegados, ahora esperan en el muelle vestidos de “uniforme”: pulsera verde con su número de filiación, chándal y deportivas negras, las que les dieron a su llegada tras desprenderse de capas de ropa manchada de sal, gasolina, sudor y más.

Unos llegan desde Marruecos, pero muchos, sobre todo desde agosto, llegan desde Senegal, Mauritania o incluso Gambia a bordo de cayucos que pueden llegar a alojar a 180 personas. Recorren distancias de más de 1.000 kilómetros en total. Es la vía más peligrosa de la llamada “frontera sur”, mucho más que las mediterráneas, y deja a su paso muertos difíciles de contabilizar.

Desde Senegal, navegan unos diez días sentados sobre una tabla de madera sin poder mover un músculo, a riesgo de que la barca zozobre y alguien pueda caer a un mar que se lo tragaría irremediablemente. Sería un peso plomo de tres capas de ropa para combatir el frío.

Llegados a Arguineguín se encuentran una doble hilera de vallas obligada por la pandemia. A un lado los inmigrantes esperan sus PCR y no pueden mezclarse ni con los de otras pateras ni con los voluntarios, que solo están autorizados a acceder con un EPI. Cada patera o dos, una tienda. Cada tienda, dentro de un corralito con su propio baño prefabricado.

La pandemia es precisamente una de las razones por las que Canarias recibe a más migrantes este año. Solo 2.021 en la primera quincena de octubre, a razón de 134 al día.

El cambio de ruta del Mediterráneo al Atlántico es claro si se analizan los datos. Según Interior, hasta el 15 de octubre llegaron 5.265 inmigrantes menos por mar a la península y Baleares, mientras que a Canarias arribaron 7.074 más. Vasos comunicantes de flujos migratorios que no se paran por una pandemia.

“La ruta del Mediterráneo se convirtió en una fosa de migrantes y se blindó con recursos de la Europa del Norte. La ruta Atlántica, de Canarias, se ha quedado de alguna manera libre, pero es sumamente peligrosa, el doble de peligrosa que el Mediterráneo. Y a pesar de todo a la gente no le queda más remedio que entrar por ahí”.

El que habla es Teodoro Bondyale, secretario de la Federación de Asociaciones Africanas en Canarias afincado desde 1971 en España, que achaca también la llegada masiva al conflicto en Mali, al hambre y a la mala situación económica que ha dejado la pandemia en sus países.

Bondyale tiene miedo de que “Canarias se convierta en una Moria”, el campamento de la isla griega de Lesbos donde malvivían 20.000 personas y que acabó consumido por las llamas. Y es que parece que hay otra luz roja que mantiene a los inmigrantes en las islas.

El Ministerio del Interior no facilita datos de personas derivadas de Canarias a centros de la península, que están, según el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, solo al 45% de su capacidad.

La Delegación del Gobierno calcula que de los 8.102 llegados a las islas, hay unos 3.000 en hoteles y otros centros de acogida. Las expulsiones están paralizadas por la pandemia desde marzo por el cierre de fronteras.