metros. Esa era la distancia que separaba la casa de su abuela Juanita del banco de la iglesia a la que acudía regularmente. Ayer, hoy... muchos recordarán, y con razón, los reportajes que David Beriáin ha realizado alrededor del planeta, en los lugares más inhóspitos y, en demasía, peligrosos. Historias que nos han atravesado, que hemos vivido casi en primera persona gracias a su voz, a su manera de contar, de sentir. Era capaz de tatuar hasta el tuétano las aventuras más lejanas consiguiendo que las sintiéramos casi como propias. Y fue capaz de hacerlo porque, aunque suene contradictorio, David era un tipo con los pies exquisitamente pegados al suelo. La tierra, su pueblo, su gente, su familia... eran su alimento primordial, el anclaje a una vida que exprimía y adoraba. Nunca, nunca, le oí vanagloriarse de sus trabajos, todo lo contrario, ponía en valor el periodismo cercano, del día a día, por encima del suyo, aunque tuviera mucho más riesgo y fuera infinitamente más proceloso. Y eso solo lo dan esos 93 metros. Parecen pocos, pero él sabía todo lo que significaban y el sentido que otorgaban a un universo al que no hacía falta desplazarse miles de kilómetros para besarlo con la punta de los dedos. Esa cercanía innata era su magia, y la clave bajo la que afrontaba todos y cada uno de sus periplos periodísticos.

Todavía le recuerdo en los pasillos de entrada a esta redacción, cuando vino con proyectos que, como era habitual, nos pasaban por encima a todos, y, con buenas palabras, le dijeron que no tenían cabida... Años después sus entrevistas se cotizaban a golpe de renombre, de periodista de raza que peleó contra todo y todos para contar historias de verdad. Verdad. Una verdad que en numerosas ocasiones no quería ser ni oída ni vista, porque la verdad duele y sangra. Como duele, en exceso, su partida. Cuando hablabas con David, siempre te dejaba una sensación de seguridad, de que, aunque se bregara con las personas y los lugares más jodidos, controlaba el riesgo e, incluso, se alejaba del peligro. Y tú te quedabas tranquilo arropado por el típico: "En cuanto vuelva, echamos un café". Con David no solo se va una buena persona, se va una forma de vivir la vida, y de contarla, coherente hasta la saciedad. Un tipo necesario, de los que se cuentan con los dedos de las manos en cada generación. Un artajonés hasta la médula. Un periodista.