Claudio Chiapucci: "Induráin me hizo rebelde"
El excorredor italiano, rival del campeón navarro en el tour de 1991, evoca el ciclismo de aquella época
pamplona
sOLO el tiempo, lo único contra lo que no se puede rebelar, parece haber pasado para Claudio Chiappucci, que vive en el lugar de siempre, la calle del agua de Uboldo, en Varese, donde nació hace 48 años y se hizo ciclista bordeando el lago grande hacia los picos nevados de los Alpes como hace ahora, por la carretera que sube hacia Macugnaga y su montaña rosa arrastrando algún kilo de más, algo inevitable.
Dejó de ser ciclista en 1998 y desde entonces se ha dedicado a disfrutar un poco de la vida después de tantos años de sacrificio, de grandes vueltas en primavera y verano; de pista y ciclocross en otoño e invierno. Claudio era como las vending, esas máquinas de comida: ciclista las 24 horas, los 365 días al año. Así que nadie se lo puede imaginar sentado tranquilamente en el porche de su casa, la mirada dispersa, viendo la vida pasar lentamente. Ni él mismo.
Nunca fue espectador. "No, no puedo estar quieto". Y no lo está. A veces le llaman para correr alguna marcha cicloturista o pruebas extremas de mountain bike. Hace unos meses participó en un torneo vip de tenis. O juega al golf o le da patadas a un balón. O se lanza ladera abajo sobre unos esquís. O se marcha de cacería al sur. Es una guindilla. Es como entonces. Como hace tantos años sobre la bicicleta para exasperación de Induráin y alborozo del ciclismo. Un diablo. "Sí", dice, "lo sigo siendo".
No hace falta que lo jure. Basta con recordarle que dejó el ciclismo en 1998 para que abra la boca como si abriera la puerta del infierno. Coge el tridente y pincha. Nunca se contuvo. Algunos le reprocharon las formas. No era sutil. No, no lo era. Incomodaba. Un día, suele recordar, los ciclistas protestaron por la imposición del casco y acabaron saliendo, una hora después, sin él. El diavolo estaba a la cabeza de la rebelión. Él dice que lo único que hizo fue ser sincero, hablar como sentía, sin dobleces. Así corría. El suyo fue un ciclismo de rayos y centellas.
"No como este", ataca Claudio. "Este ciclismo no me gusta, en absoluto. No me gusta el ciclismo que se corre ahora y no me gusta el pinganillo, que tiene la culpa de que no haya espectáculo. Lo mata la radio, que crea ciclistas que son máquinas que obedecen órdenes y nada más. Falta carácter. el pasado Giro fue el ejemplo. Todos los días pasaba lo mismo. Daba igual cuántas montañas se pusieran porque los favoritos no atacan hasta el final, pero muy al final. Así no se puede ganar", reflexiona.
Y abunda: "La culpa, claro, no la tenía Alberto, que es un campeón como lo era Induráin, el mejor, el líder, sino que es responsabilidad de los rivales. Lo que pasa es que son conformistas. El que va segundo corre para acabar segundo; el que va tercero, para acabar tercero; el que va cuarto, para acabar cuarto… Parece que no creen que puedan ganar. Tienen miedo. No sé de qué, pero lo tienen".
Lo que viene a decir Chiappucci es que ya no hay ciclistas como los de antes. O, más bien, como él, que fue el azote de Induráin en la montaña del Giro y el Tour durante la primera mitad del reinado del navarro. En 1991, 1992 y 1993, principalmente. Un año antes, 1990, vivió el día más importante de su vida. Fue líder del Tour -cogió diez minutos de ventaja en la famosa fuga de Futuroscope- y solo Greg Lemond, en la crono final, fue capaz de derribarle. "Aquello me cambió la mentalidad -su hermano le había dicho antes de partir para Francia que sería el mejor italiano del Tour y él no le hizo caso-, pero también me dio una jerarquía en el ciclismo", dice.
Y continúa con sus recuerdos. "Por eso yo siempre dije que el día que me puse líder del Tour era el más importante de mi carrera". El tiempo le ha quitado la razón. "Nadie me recuerda por eso", reconoce. "La gente siempre me pregunta por un día". El del Tour de 1992, el de Sestriere. Aquel día quedó plasmado en un brochazo loco y genial todo lo que fue Chiappucci y que evoca con gusto.
"Ya no quedan rebeldes", lamenta el diablo, cuya teoría sobre su carácter indomable tiene como principio y fin ineludible a Miguel Induráin, un rival colosal en su etapa de plenitud.
admira a induráin Recuerda aquel Tour de 1991, el inicio de la hegemonía del corredor navarro. "Fue por Miguel por lo que yo me hice un rebelde. Era tan difícil ganarle que me motivaba aún más. Induráin era mi inspiración. Otros eligieron quedarse a su rueda a esperar que sucediese algo. Yo no podía hacer eso. Tenía que atacar. Y el único lugar era la montaña".
Recuerda aquella subida a Val Louron, que sirvió para que él ganara la etapa y su compañero de escapada, un tal Miguel Induráin, se visitiera por vez primera de amarillo. Empezaba el binomio que agradaría Bugno.
"Prefería morir en la carretera antes que rendirme. Y cada día que salí a correr fue para intentar ganar a Miguel". Lo logró pocas veces. Aquel día de Sestriere, en el Tour de 1992, fue una.
Salió a entronizarse o a morir. Lo que antes ocurriese. "Lo preparé muy bien. Era la única etapa italiana del Tour que, además, llegaba a Sestriere donde 40 años antes había ganado Coppi. Era mi etapa. La reconocí varias veces antes. Lo tenía todo pensado". Y, sin embargo, improvisó. Chiappucci era así. Un loco, dijeron. Y tanto. Atacó en el segundo puerto de un maratón alpino junto a otros 30 ciclistas, ninguno tan notable como él, y los dejó a todos en la cuneta. Uno a uno. El último en verle partir fue Richard Virenque, joven entonces. "Nadie quería colaborar y al final me cansé de esperar a que viniese otro corredor interesado en abrir hueco en la general. Así que me marché". Y se fue quedando solo. Así llegó. Induráin, a más de un minuto después de sufrir lo indecible, entró medio muerto tras penar el último kilómetro de Sestriere. "Eran otros tiempos. Ya no hay ciclistas como los de antes", zanja Chiappucci, la voz del diablo.