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El silencio del cazador Memoria y ficción

DIARIO DE NOTICIAS publica un adelanto de la novela de Luis Garde, editada por Pamiela, en la que narra la fuga de un grupo de presos del Fuerte de San Cristóbal. Los protagonistas, dos de los fugados buscan el camino de la libertad por los montes y valles cercanos a Pamplona.

El silencio del cazador Memoria y ficciónFoto: José Luis Larrión

Bajamos corriendo la falda del monte. Saltando, a tropezones. Las viejas alpargatas están destrozadas. Hasta hoy no ha parado de llover; la hierba está aún mojada. También llevamos los pies mojados. Agua sucia. Agua sucia en el suelo de la galería, en la pared y en los techos. Agua sucia en un bote para comer y para cenar.

Llevo en el bolsillo derecho del pantalón una llave inglesa rota que cogí de entre las herramientas del taller. No veo de qué o de quién me puede defender; para qué me puede servir si no es para cargar un peso inútil. Pero me gustan el contacto y el golpe del metal contra el muslo mientras corro. Me da el peso de un arma en el bolsillo. Un peso en el bolsillo para no deshacerme como un puñado de niebla bajo la lluvia.

Llevamos también nuestras mantas raídas como mísera protección contra el frío y el agua.

Están los perseguidores en la cima. Desde la cumbre de San Cristóbal bajan luces de focos, ruidos de motores. Disparan ráfagas contra las sombras móviles de los árboles, contra los matorrales movidos por el viento. Nos lanzan relámpagos; terminan en explosiones que rompen y tiran pinos enteros. Huele a pólvora y a resina. Tiran bengalas y cohetes de señalización. Estallan en el aire y bajan lentamente tiñendo la vegetación de amarillo o de rojo. Ha empezado la cacería. Se oyen ladridos de perros buscando sus presas, buscándonos. Peor que los ladridos son los cagoendioses de los requetés.

Cada bala lleva escrita el nombre de su destinatario. Pero nosotros no somos nadie. Sombras en fuga y sin nombre. Quién eres, fugitivo, soy Nadie. Cada bala debería llevar escrito el nombre del que la dispara.

No, no tendrían ningún problema para llevar gente de los alrededores con ellos. Al contrario, serían más valorados por su conocimiento del terreno; serían buenos guías. Serían también invitados a participar en la matanza. Cualquiera que tuviera una escopeta en casa sería un compañero valioso. Estaban en guerra por la civilización occidental; aquello iba a ser una fiesta. Uno de aquellos vecinos, el hombre que un día dejó las tierras áridas de su pueblo para buscar un futuro mejor en los bordes de la ciudad, para él y para su familia; el antiguo labrador y actual empleado de ferrocarriles que tenía un hijo de diez años obediente en casa y puntual en la escuela. El hombre considerado con su mujer y afectuoso con su hijo cuando no era tan corriente serlo, un hombre bueno dijo nuestra abuela aquel domingo a principios de los años setenta, entonces era difícil encontrar un hombre bueno y yo no le veía los ojos, se quedó mirando el tablero de ajedrez resquebrajado del suelo, más recogida que nunca en su silla de patas recortadas. Un hombre bueno. Vivía para su familia. Siguiendo las costumbres de sus mayores, cazaba liebres y conejos en los montes de los alrededores para llenar mejor el puchero. Primero en aquel pueblo que abandonaron, trayéndose la ropa, los enseres y unos últimos ritos para celebrar en el límite donde la ciudad empieza a ser campo. Después, entre los pinares de Ezkaba. Un domingo de un mayo remoto había gritado cagoendiós que se escapan los rojos; hay que matarlos a todos.

Lleva girada la cabeza hacia atrás para hablarme. De pronto echa un juramento. Ha chocado con algo; una rama gruesa. No. Son dos pies atados con una cuerda. Es el cuerpo de un hombre colgado de una encina solitaria. Ahorcado. Después del choque el cadáver gira levemente; oímos el crujido de la madera que soporta el cuerpo. Es una larga sombra oscilante, como una campana negra anunciando los oficios de la muerte. Está completamente desnudo. Es un cuerpo grande y musculoso, demasiado robusto para ser el de un preso. No lo conozco. Me acerco para ver la cara del ahorcado. Es tan pálida como la luna de invierno. Todavía le fluye, entre los labios, una leve niebla de aliento que el frío de la noche no ha endurecido. Sí, sé quién es el hombre de cuerpo fuerte. Quién era. El resinero ha reconocido antes que yo al hombre ahorcado.

-¡Hijos de puta!

Se ha sentado sobre la tierra, cubriendo la cara con sus manos. Le digo:

-Vamos, Chaval. Vámonos de aquí.

Está sentado sobre el barro, bajo el cuerpo del hombre ahorcado, sin quitarse las manos de la cara. Cae agua salada de esas manos. Es un lamento largo y sin solución; así debió de sonar el aullido del último lobo que vagó perdido por estos montes.

Han soltado los perros; se me vienen encima, ya no tengo tiempo para escapar. Huelen mi espanto y mi urgencia por mantenerme vivo. Se abalanzan sobre mí con la agresividad que les da su miedo.

Muerden mis ropas, los jirones que van quedando de ellas. Saco la herramienta rota del bolsillo, la alzo para golpear con todas mis fuerzas la cabeza de uno de ellos.

-¡Quieto ahí!

Una voz de un hombre en la oscuridad. Llama a los perros por sus nombres; ahora dan vueltas alrededor sin atacar. Vuelve a llamarlos y se alejan todavía ladrando de vuelta a la casa. Me he quedado inmóvil, como una estatua congelada hecha de trapos, todavía con el hierro en la mano alzada.

El hombre también se ha quedado inmóvil junto a la puerta, mirándome, habituando los ojos a la oscuridad exterior para ver quién o qué soy. Solo distingo su silueta recortada sobre la luz que escapa del interior; parte de esa silueta es su escopeta apuntándome. Espero la elección del hombre de la escopeta. Puede invitarme a entrar a su casa o puede decirme que me aleje. Puede dispararme; puede disparar al aire para avisar a los soldados. Puede enterrarme aquí mismo o entregarme como un trofeo a los perseguidores y conseguir algún favor a cambio. Puede que tenga un hijo herido o muerto en el frente, con los de su bando, y prefiera que los perros despedacen mi cadáver. Todo lo que puedo hacer es esperar quieto y en silencio la decisión de ese hombre.

Los hocicos de los perros ya asoman. En sus ojos, a un metro de nosotros, arde la misma locura etílica que en las voces de sus amos. Están haciendo los últimos esfuerzos para liberar los cuerpos de las zarzas y saltar sobre sus presas. Rayas de sangre se alargan sobre sus lomos. En pocos segundos se mezclará con la nuestra. Los esperamos en silencio, inclinados hacia adelante esgrimiendo nuestras ridículas armas. De nuevo tengo en la mano la llave de hierro, tan firme como hace unas horas delante de aquella casa solitaria, dispuesto a golpear la cabeza de uno de los perros. Pero ahora será el final. El resinero sostiene la navaja de hojalata. Tendrá un instante para hundirla en la yugular del otro perro mientras recibe la primera dentellada. Puede que no estuviera tan equivocado cuando habló de la escopeta de aquel campesino. Con aquel arma hubiéramos podido defendernos de estos dos perros. Y también matar a alguno de los perseguidores mientras morimos. Al menos nos hubiera facilitado una muerte más rápida: al oír los tiros, dispararían hacia aquí hasta acribillarnos.

-Vamos a poner ese conejo a la brasa.

-Os voy a enseñar cómo lo cocinamos en mi pueblo.

Los soldados han rodeado el matorral. En el momento en que golpee con el hierro, el Chaval hundirá la navaja. Al oírnos en lucha con los perros coserán el matorral a tiros y cuando no oigan nuestros gritos buscarán la forma de abrirse paso hasta aquí. Encontrarán los cadáveres de sus dos perros de caza. Junto a ellos, los restos de dos fantasmas huidos de la muerte y regresados a ella. Nuestro sudor y las babas de los animales mojan el suelo. Enloquecidos de dolor, están a punto de liberarse de las espinas que les trazan rayas rojas en el lomo. Un momento para gritar y hundirle el hierro en la cabeza. Mejor ahora, antes de que se libere y salte. Levanto el hierro y cargo mi última fuerza en los dos brazos.

-La gente empezó a acercarse, es verdad, con las mejores intenciones, preguntando por lo ocurrido en todos aquellos años. Interesados de verdad. Querían escucharnos, y aquello ya era mucho después de que nadie quisiera saber nada del sufrimiento de los demás.

-Después del silencio obligado.

-Sí, por fin ganas de escuchar. Pero lo que buscaban no eran las miserias que nosotros habíamos vivido, la vida de cada día, insoportable, de los derrotados: aquella resistencia nuestra contra la vida y contra la muerte, una resistencia interminable, dura, llena de fracasos diarios. Eso no importaba, era la anécdota, buscaban lo que creían que había detrás.

-No teníais los relatos que ellos buscaban, los que querían oír.

-No. ¿Qué buscaban? Evasiones de aventura, batallitas gloriosas, cantos de guerra y banderas en las trincheras, cuentos maravillosos protagonizados por comunistas convencidos o anarquistas valerosos. Resistencia heroica. Putas películas.

He escrito sobre un instante en la vida de aquel hombre desaparecido sin dejar el menor rastro ni marca de su paso por el mundo. Desaparecido sin ningún eco, aunque mi nombre repita el suyo, porque su nombre no tiene eco en el mío.

O tal vez puede que sí dejara un rastro: la semilla de silencio que plantó en el hijo para el que buscaba un futuro mejor. Con mi nombre, en el nombre de su hijo. Pero le legó el silencio.

El silencio: un enorme cubo vacío en las entrañas de un monte. No puedo rellenar ese vacío con palabras. He intentado entrar en esa zona de vacío, adivinar qué se oía desde ahí.

Pero en ese hueco no había qué oír. Escribir sobre el silencio, rodear ese vacío con palabras, era lo único a mi alcance. Palabras, corrientes de aire. Golpes de viento. Se gestan en las cavidades de nuestro cuerpo, las modulamos interponiéndoles obstáculos. Explosiones de aire que pueden determinar la diferencia entre la vida y la muerte.

Nos vamos y solo dejamos explosiones de aire; los que nos recuerdan solo recuerdan explosiones de aire. Golpes de aire en el viento. Viento.

Lo que queda: su nombre repetido en el mío. Las excavadoras derribaron hace muchos años el enlosado de aquella cocina. Allí donde cayeron estas explosiones de viento: los rojos escapan por el monte. Hay que matarlos, cagoendiós.

El silencio del cazador

Autor: Luis Garde

ISBN: 978-84-7681-939-5

Editorial: Ilargia Narrativa, 23. 478 páginas

Año: 2016

Precio: 23,00 €

Sinopsis: Ezkaba, 22 de mayo de 1938. Un grupo de presos abre las puertas del Fuerte de San Cristóbal. La fuga de casi ochocientos republicanos es el principio de una cacería emprendida por militares, falangistas y requetés. Dos de los fugados buscan el camino de la libertad por los montes y valles cercanos a Pamplona. Donemartie, a orillas del Bidasoa. Un escritor de poemas con escasa repercusión aborda una novela donde narrará la fuga de Ezkaba. Documentos y testimonios harán aflorar sus recuerdos. La memoria histórica deja paso a la historia oculta en su memoria. El escritor es un cazador furtivo; el pasado es un perseguidor tramposo. Novela-puzle, acuarela, híbrido, mosaico? Una reflexión, a veces irónica y a veces ácida, sobre la destrucción de la memoria y la construcción del olvido; la literatura y el poder; el silencio de los perseguidos y el de los perseguidores; la historia pasada y reciente de los vascos.

Luis Garde Iriarte, (Pamplona, 1961).

Estudió Filología. Vive en Doneztebe /

Santesteban.

Ha publicado siete libros de poemas en

euskera y la novela ‘Ehiztariaren isilaldia’

(Pamiela, 2015), de la que este libro es

traducción.