Entrevisté a Chicho Ibáñez Serrador hace un montón de años en Donostia. En el hotel María Cristina. Creo que ni siquiera yo había acabado la carrera de Periodismo cuando tuve la suerte de poder conocerle y charlar con él. Sabía del carácter del “jefe” por la mucha tele que veía (para entonces ya publicaba mis primeras críticas en un periódico) y lo que leía sobre el asunto. Vaya, si hasta decían que le abroncaba a Mayra Gómez-Kemp, que era la presentadora estrella del programa más visto de la tele, el Un, dos, tres, que él mismo creó en el año 1972 renovando el género de forma tan creativa como eficaz y metiendo de cabeza a TVE en una etapa de modernidad. Así que a lo de entrevistar a un genio de la televisión al que admiraba, se le unía el agravante de que lo hiciera un pardillo como yo, que apenas había cumplido la mayoría de edad. Al empezar la entrevista y comprobar que la grabadora se quedaba casi al momento sin pilas (entonces la cosa iba aún con cinta y no existían las baterías) temí que a aquel hombre de imponente barba y gafas, uno de los rostros de detrás de la pantalla que más veces salía a juguetear delante de la cámara, le diera un ataque de furia y me mandara a la mierda allí mismo, que ya me habían avisado que andaba con el tiempo justo. Pero fue al revés. Chicho Ibáñez Serrador se mostró encantador, cercano, y charlamos amigablemente con la tranquilidad de que aquello no quedaba registrado mientras mi compi casi, casi se teletransportaba a una tienda cercana a resolver el problema de las pilas. Hablamos del Un, dos, tres?, de aquellas excelentes Historias para no dormir -hoy recuperadas en DVD y en la web de RTVE-, y quizás de sus películas, que le han valido para recibir un tardío Goya honorífico este mismo año, aunque igual ni siquiera charlamos de su cine, porque en su humildad estaba no sacar ningún tema del que no le preguntaras ni alardear de su trabajo, ni de sus muchos premios. Y sí, hablamos de que no pasaba nada por quedarse sin pilas, que no pidiera disculpas, que para adelante. Ahí aprendí (y después al entrevistar a otros televisivos con altos egos, corroboré) que ese genio de televisión llamado Narciso Ibáñez Serrador tenía tanta humildad como humanidad, como solo los grandes de verdad tienen. Y eso no le restaba ni un ápice para que le veamos como ese gran genio de la televisión que fue y que es. Se nos ha ido un visionario. Se nos ha ido un renovador. Se nos ha ido un genio indiscutible que diseñó la televisión moderna tal y como la conocemos. Que tuvo sus grandes éxitos y algunos pequeños tropiezos. Yo nunca entendí que hiciera El semáforo, por ejemplo, o que cediera a las críticas puliendo el Un, dos, tres en su última etapa cambiándole el apellido, el ritmo y prescindiendo de la eliminatoria -aquellas pruebas locas con huevos estampados en la cabeza (“la tierra es redonda y se demuestra así”) o gente correteando por el plató haciendo una yincana o volando como Supermán- para disfrazarlo de concurso cultural porque además de serlo, que lo era, como la mujer del César, tenía que parecerlo.

Donde unos solo supieron ver azafatas minifalderas se escondía el primer gran concurso televisivo presentado por una mujer, Mayra Gómez-Kemp, coliderado por mujeres actrices, las hermanas Hurtado, y donde buena parte del reparto estaba integrado por mujeres humoristas. Y donde las azafatas minifalderas más allá de ser mujeres florero al estilo de El precio justo y tantos otros, cantaban y bailaban y se curraban una carrera meteórica como actrices y presentadoras.

Así que lo que más me jode de todo esto, y perdón por la palabra, es que al realizador que mejor ha sabido presentar y despedir sus creaciones, nunca le dejaron despedirse de nosotros en su Un, dos, tres? que acabó paradójicamente cancelado de mala manera por algún engreído de TVE. La televisión, a la que tanto dio, no nos ha dejado que Chicho se despidiera de nosotros, sus espectadores. Pero no pueden evitar que nosotros sí nos despidamos hoy del creador de tantas noches de fantasía y emoción. Como decía Ruperta en aquella canción, a la que él mismo ponía voz: le decimos hasta pronto a usted? Hasta siempre, genio. Hasta siempre, maestro. Y gracias por ponerme las pilas.