Seguimos, en el festival de Mendigorría de este año, en torno al apellido Schumann. El concierto del pianista y director del festival, Alberto Urroz, es un cariñoso y rendido homenaje a la amistad -más que amistad, claro, en caso del matrimonio-, de los Schumann entre ellos, y el resto de músicos -contemporáneos o no- que les tuvieron -y tienen- una gran estima personal y musical. El programa esta pergeñado con partituras llenas de detalles que corroboran lo dicho: regalo de boda de Robert a Clara; dedicatoria de Mendelssoh a Clara; cita de Brahms a Robert; y otra dedicatoria de Robert a Clara: ésta última, la extraordinaria Sonata número 1, cima del concierto, y otro momento estelar de Urroz.

Toda la primera parte va desgranando preciosas melodías, esas que tanto nos gustan del romanticismo, y cuyos temas descansan, reforzada siempre su belleza, en el acompañamiento de la mano izquierda. Hablo de Du bist wie eine de Robert Schumann; de las Canciones sin palabras de Mendelssohn; del precioso y envolvente -aunque se alborota un poco- nocturno de Clara. También, claro, con sus momentos de cambios radicales hacia el dramatismo, con fuertes acordes en la Marcha Fúnebre de Mendelssohn, o los mundos atormentados de Robert, en su arrebatada Novelette, subrayada por una poderosa mano izquierda. Todo, eso sí, interpretado con profundidad y austeridad de gesto -Urroz, odia la excesiva gestualidad que, a menudo, se está apoderando de los pianistas jóvenes-; sin semblantes postizos de trascendencia; simplemente -y ahí está lo difícil- dejando que la música exprese los sentimientos: sin raras impostaciones, excesivos ritardandos en los finales, etc.

La segunda parte, y después de otro bonito y agradable apunte de Brahms (intermezzo en la mayor op.118-2), a modo de introducción; Alberto Urroz aborda la sonata 1, opus 11 de R. Schuman. Se puede decir que ya intuimos su gran piano orquestal. Ciertamente, como el propio pianista indica, estamos ante una obra con cambios continuos de estados de ánimo, de ritmos, de intensidades; pero que, milagrosamente, adquiere una unidad granítica -hermosamente compacta-, tal como la interpretó el solista. El oyente se mete en esa sonoridad, y por muy cambiante que sea, ya no sale de ella. El comienzo enigmático (primer movimiento) da paso a un robusto tema que se repite, que nos atrapa y que lleva agilidad y poderío a los dedos; tremendo. El aria nos remansa: reafirmo lo dicho: suena con sensibilidad, pero sin blandura. De nuevo el Scherzo nos sobresalta, como a las manos del intérprete, en un estaccato de indudable grosor: más como búsqueda que como saltarín gozo. Y la preparación del final: con tramos en matiz piano que no aportan sosiego, precisamente, sino que aquí, son calma antes de la tormenta. Y el pedal, siempre controlado para amplificar pero no emborronar. Versión echa como vivencia: con convicción, verdad, estilo y todo el romántico fondo expresivo. Una preciosa, delicada y melancólica propina de Brahms, agradeció la cerrada ovación del público. Aunque, a mi juicio, después de esa sonata, creo que es mejor callar.