concierto de rocío molina

Rocío Molina, baile. Eduardo Trassierra, guitarras. José Angel Carmona, cante y bajo eléctrico. José Manuel Ramos, “Oruco” y Pablo Martín Jones, percusiones y jaleos. Programa: “Caída del Cielo”. Codirección artística, coreografía, dirección musical: Rocío Molina. Codirección, dramaturgia: Carlos Marqueríe. Antonio Serrano, iluminación. Música original: E. Trassierra. Vestuario: Cecilia Molano. Programación: Flamenco on Fire. Lugar: sala principal del Baluarte. Público: lleno el patio de butacas, alguna fila del palco.

Con Rocío Molina no queda otra que dejarse empapar por la cantidad de ideas que van surgiendo del escenario. Su espectáculo, Caída del Cielo tiene de todo: desde las poses estatuarias de danza vanguardista, con bellos plantes a modo de estatuas clásicas sobre pedestal de bata de cola; hasta el más puro flamenco; pasando por figuras increíbles del cisne en el suelo, o la impresionante factura de la pintura abstracta con el vestido embetunado. Rocío Molina es transgresora, sí, pero de todos modos, personalmente, saco la gozosa conclusión de que la mayor trasgresión de la polifacética bailaora, es la recuperación del gesto más genuino del flamenco que se baila en la calle: ese flamenco no impostado por las perfectas bailarinas de escena -muy bello, por otra parte-, y que Molina borda sin importarle “anchar” las piernas, bajar la cintura, acentuar la cadera, o resumir el compás en un mínimo gesto de brazos: como esas mujeres voluminosas con toneladas de ritmo, o esas otras, enjutas y nerviosas, que se recorren el patio un poco enfadadas. ¡Qué magníficas evocaciones de todo eso hace esta artista en apenas unos compases! Molina hace excursiones continuas a la experimentación, pero, a su vez, vuelve, también continuamente, al zapateado canónico, a los palos -muchos- del flamenco. En ese ir y venir a la sorpresa y a lo más conocido está el público. Y uno quiere atrapar todo lo que baila, y se encuentra con compases de amalgama, o en cinco por ocho, que, enseguida cambian a farruca o garrotín, o a citas explícitas a la Leyenda del Tiempo de Camarón, o de Omega de Morente. En fin, de todo. No se puede decir mucho más; hay que verlo. La señora Rocío se rodea de un grupo de músicos muy al servicio de su obra: van de la guitarra eléctrica al cante; deben enredar en la electrónica, y su percusión es sobre unos cueros entre marroquíes o gallegos. Eso sí, afortunadamente, todo estuvo muy en su sitio de volumen, mandando siempre las palmas, sin amplificación extra del taconeo, y con un cantaor excepcional. José Angel Carmona -cante y bajo eléctrico- empieza con un martinete que muestra, descaradamente, su magnífica voz: poderosa y hecha, pero joven, limpia, homogénea en toda la tesitura que usa, con duende y profundidad, sin ese rajo visceral exagerado, (hoy día escuchamos voces de cantaores muy jóvenes con tanto rajo que se desfiguran); siguió por fandangos y solea, también, creo, que rumba; unas veces imprecando a la bailaora, otras, comprometido por ella. Al toque, Eduardo Trassierra: también inventando sonidos sordos; pero, sobre todo, con un claro y frondoso punteo, muy hermoso en los graves. Ramos Oruco y Martín Jones, muy bien en las palmas y todos los accesorios.

En el baile, además de la farruca y el garrotín, hubo rondeña, y algún cante de tientos antes de la rumba final. Pero todo, en una corriente de impactos visuales que dejan al público un tanto hechizados por la artista. No faltan momentos que se mueven entre el absurdo y la parodia, pero se recupera el orden con un zapateado esplendoroso. Sin duda un tramo cumbre de la velada es la atmósfera lograda a través de la danza lenta, con el vestido manchado de negro, con el que la bailaora traza, -pinta, realmente-, una dramática meditación abstracta (entre un Saura y un Canogar), muy bien realizada, visual y teatralmente, con la ayuda de la proyección, y que, encoge el alma; consigue crear una expectación excepcional, con su altivo y majestuoso paso.

Y al final, una rumba, para distender, que Molina baile en el patio de butacas, palmeada por el público. Una velada insólita.