concierto de la Orquesta Sinfónica de Navarra. Juan Pérez Floristán, piano. Orfeón Pamplonés (director Igor Ijurra). Programa: Te Deum para coro y orquesta de Lorenzo Ondarra (1931-2012). Concierto para piano y orquesta número 1 de Tchaikovski. Octava sinfonía de Dvorák. Programación: ciclo de la orquesta. Lugar: sala principal del Baluarte. Fecha: 10 de octubre de 2019. Público: casi lleno (24,19,12 euros con rebajas de hasta 5 euros).

Una apertura de curso intensa: de homenaje a Ondarra y agradecimiento por su música y por su vida, muy bien entendidas, ambas, por el titular del Orfeón, Igor Ijurra, que presenta un coro compacto y majestuoso; de un deslumbrante Pérez Floristán, cada vez más importante, hasta ofrecernos un Tchaikovski fulgurante, atormentado y frágil a la vez, al estilo de aquella película de Ken Russell (The Music Lovers, 1970), con dirección musical de André Previn, que tanto nos impresionó entonces; y de una orquesta en muy buena forma, sutil y respetuosa con las voces en Ondarra, en diálogo perfecto con el pianista, y detallista y grandiosa en Dvorák; con su titular especialmente activo, efectivo, e inspirador de versiones muy interiorizadas, que analizamos.

Desde que se estrenara el Te Deum de Ondarra en Musikaste (D.N. 25-5-1999), esta obra nos llegó al alma por el empaque sonoro en su austeridad gregoriana; y por elevar la música coral a altísimas cimas, con tramos, incluso, peligrosas -es dura para el coro-, pero muy hermosas, pobladas de espiritualidad, tradición litúrgica, y, sobre todo, de esa modernidad que es la que más nos gusta: un entramado no libre de asperezas, punzante, a veces, pero que siempre se resuelva a favor del oyente, que capta el mensaje de solemnidad, humildad, majestuosidad, y recogimiento; que de todo hay en la densa, aunque breve, obra. Hernández Silva ha creído en este Te Deum -(a los intérpretes de música religiosa, la fe se les supone)-; su versión ha sido más bien tirando al intimismo espiritual, a la parte más mística del compositor; sin, por ello, menoscabar las grandiosas masas corales de la glorificación que culminan esos reguladores con la participación de toda la orquesta, hasta las campanas -Rex Gloriae-. Muy bien hechos -y bien traídos- los “pianos súbitos”, tanto en el coro como en la orquesta, por ejemplo en la evocación del Espíritu. El Orfeón asumió muy bien su rol en el gregoriano, tanto en hombres solos, como en el tutti. Precioso el tramo de mujeres en “pianísimo”; y muy bien solventados los tremendos agudos en fuerte. La orquesta -a la que da más protagonismo en el viento que en la cuerda-, estuvo siempre muy sutil, detallista, y de redondo grosor en trombones. A mi, personalmente, me hubiera gustado una versión más tirando a Bruckner, más grandiosa, si cabe; pero, sinceramente, la versión de Silva, y conociendo a Ondarra, es mucho más acertada.

La versión del Concierto n. 1 de Tchaikovski que hace Pérez Floristán tiene toda la enorme fogosidad del joven que quiere epatar; pero no nos podemos quedar ahí; porque, efectivamente esta obra, en diálogo par con una orquesta de volumen robusto, requiere que el pianista se deje todo en el teclado. Una gran versión personal y con algunos atrevimientos no vistos (segundo movimiento); en la que, la primera virtud fue la homogeneidad sonora entre piano y orquesta: si la orquesta comienza con un golpe estruendoso en cuyo eco entra el tema, el piano entra en un fuerte acorde, que ocupa lo mismo que ha llenado la orquesta; y, viceversa, si el piano se remansa en sonido de yemas, la flauta -y la orquesta- le responde cuidadosa. A partir de ahí, todo el discurso nos mantiene en ascuas: por la sucesión de preciosas melodías -nunca dulzonas al piano-; por el carácter jocoso, y de entretenido diálogo con la flauta, chelo, oboe, en el segundo movimiento; y por la sobreabundante energía -y velocidad- del tercero, en el que, por cierto, la cuerda resuelve magníficamente las escalas descendentes. Bravos y una tranquila propina, donde Floristán se pone melancólico: Octubre, de las Estaciones, también, del compositor ruso.

Pocas sinfonías tan bonitas -en el más alto sentido de la palabra- como la Octava de Dvorak. Alegría, danzas, paisajes, remansos, en fin, todos los colores de la vida muy bien interpretados.