noche dormí en casa de Josetxo en Villava. Vino a Zubiri a buscarme por la tarde donde cargamos el coche de los embutidos de casa Arrieta que acostumbramos a llevar. Hay que ser agradecidos, y llevar un presente a quien, tan amablemente pierde tiempo de sus labores por atendernos. Me despierto en su casa, así el bueno de Gimeno se ahorra una hora de viaje entre ir y volver a mi pueblo. Recogemos a Gabino, y volvemos los tres de ruta nuevamente. Dos años han pasado desde que salíamos con total desconocimiento de lo que se nos venía encima. Nadie se podría simaginar dónde estamos, y todo lo que cada uno de los mortales hemos tenido que pasar. Porque a todos, sin excepción, nos ha tocado. Y camino de la sierra madrileña reina el optimismo. Recuerda lo que dijo el alcalde Maya en la clausura de las jornadas del ganado de lidia en la universidad, dice Gabino. Va a haber Sanfermines sí o sí. Y con todo, apostilla.

La charla de las cuatro horitas que tenemos por delante da para mucho, y los toros, las casas ganaderas, los Sanfermines consumen más que el tema que ha saltado esta madrugada. El hijo de la gran Putina acaba de invadir Ucrania en busca de muerte y desolación. Nosotros, por contra, salimos al campo a ver vida, y eso, nos queda claro que tiene que ocupar todo nuestro esfuerzo.

Llegamos a la finca. La chapa identificativa, donde ponía El Palomar, es un trozo de metal comido por la herrumbre. Y no es dejadez. Es que ni quieren que se sepa identificar la casa. El que sabe, y debe saber, entra sin problemas. Entramos hacia la casita, y las hermosas tapias jalonan el camino. Todo cuidado, ya vemos toros a izquierda y derecha. Puntuales, como pocas veces, pasamos un buen lote de toros que guardan la casa y el resto de dependencias, y echamos pie a tierra. Vivimos una extraña sensación de incredulidad. La verdad es que nos hemos emocionado por estar aquí. Esa sensación de que este mal que nos aqueja no se va a terminar nunca desaparece al instante. Ya estamos de vuelta, es el grito que nos encuentra.

Hace un hermoso día. Es febrero y nos quedamos en mangas de camisa. La sierra apenas tiene cuatro o cinco neveros. Y se ve todo bastante seco. Pero con el sol dando a esa cara sur, donde sobresale la localidad de Miraflores, la vista nos proporciona una postal para el recuerdo.

Un ejemplar bien armado.

Enseguida aparece Ricardo del Río, hijo del ganadero titular. Su padre y su hermano no estarán hoy con nosotros. Pero en la visita nos acompañarán dos hombres. Se dedican al negocio de la carne, sabremos más tarde en la comida. Así que, con un todoterreno de tres filas de asientos empezamos a recorrer cercados. Todos con candado, porque como recordarán Vdes. de otras veces, cantidad de madrileños recorren esta zona en cuanto tienen un ratito libre y huyen de la Villa y Corte.

Dos años han pasado, y el famoso dicho de Fray Luis de León, como decíamos ayer, ya no sirve. Aunque vayan a ser trece las veces que se ha anunciado esta casa, ni el 20 ni el 21 ha habido fiestas. Por tanto, si nada se tuerce esta vez, el próximo julio será la onceava Feria del Toro consecutiva que la casa serrana esté por las calles de Pamplona.

Los toros surgen mires donde mires. El lote escogido está muy repartido, pero no es difícil identificarlos de los demás. Negros la mayoría, la cara les delata. Algunos faltan de terminar de rematarse, como se dice en el argot, pero de los diez o doce, solo seis van a ser de la partida. Y para Pamplona tendrán que ser los de arriba. Ricardo nos cuenta cómo la sequía está haciendo estragos, y que con lo que ha subido el grano y la paja, el coste de mantenimiento se ha disparado. Lo que antes se gastaba en un año, ahora se lo comen en un mes, además. La falta de agua en toda España es tema recurrente. Pero en la Sierra de Madrid, a más de mil metros de altura, que el pantano que tienen en la localidad esté tan bajo, nos deja bien claro lo que nos espera conforme vayamos tirando hacia el sur. Y la finca de Valladolid, donde viven las madres con sus crías, está igual, nos cuenta.

Pasamos dos horas de visita tranquila, donde hemos visto la camada entera. Valencia, Sevilla, las de Madrid, y un montón de toros más están preparándose, para que esta vez tengan una oportunidad de lucirse en docena y pico plaza, unas quince nos dice, y no terminar en el matadero pagado a cuatro ochenas, liquidado por un matarife en el despiezadero. Porque lo sucedido en el año 20 fue horrible. El año pasado acabamos lidiando más de lo que parecía, comenta. Pero ni para empatar. Y es que, pensado como un negocio, esto de los toros se puede convertir en ruina total, dando como resultado la desaparición de multitud de encastes, e incluso terminar con la especie. Y que haya tanto bobo que prefiera eso a que se lidien, es para pensarse en el mundo en que nos movemos.

Otra res con la marca de Victoriano del Río.

Nos vamos todos a comer al pueblo. En el Junco nos echamos una tortilla de patatas con callos a la madrileña que levantan la boina de lo rico que están. Nunca los habíamos comido así, y el caldo picante de los callos le da un sabor increíble a la tortilla. Nosotros no queremos comer mucho. Con un plato está bien, que nos vamos a dormir a Córdoba, y quedan cinco horas para llegar hasta la ciudad califal. La charla termina, con nuestro agradecimiento a Ricardo, y allí dejamos a los carniceros con él.

Y con la paradita obligada por el demencial tráfico antes de los túneles donde pillar la R4 y perder de vista Madrid, recuerdo como en la despedida del pasado finde, tras acabar las jornadas de Antonio Purroy, de los amigos madrileños, Julio Fernández y Jose Carlos Arévalo, les decía que no entendía cómo podían vivir en semejante colmena. Es que tú estás asilvestrado, me dicen los compis. Puede ser. O seguro que sí. Pero ese afán de vivir todos pegados, y encima luego meterse con lo que nos da el campo y la tierra, no me cabe en la cabeza. Hemos disfrutado del esfuerzo y labor de la casa de la familia Del Río, y eso, en medio de la sierra madrileña es impagable. Mañana toca Miura. Pero eso será la semana que viene para Vdes.