Llovió con odio en los Alpes, un mar de lamentos, de pena y padecimiento, de hombres que son zarandeados por la naturaleza, apenas vivos. En las montañas no está Roglic, corroído por el dolor de la caída del tercer día. El esloveno decidió quedarse en puerto refugio. Su curso no está en el Tour, que le descabalgó con saña. Toro mecánico. El gran rival de Pogacar se plegó sobre sí mismo y abandonó para buscar otros retos. Tampoco siguió el flamígero Van der Poel. El ardiente neerlandés, seis días líder, vencedor en el Mûr-de-Bretagne, celebró su gran Tour y recogió sus enseres, entre ellos, el maillot de líder con el que vistió la memoria de su abuelo, Poulidor. En los Alpes no había luz. Era un pasaje de frío, tenebroso, donde tiembla la piel y los músculos se oxidan por la rigidez. Los rostros no lo son. Caras de miseria y hambre. Las manos no responden a las órdenes del cerebro. Alaphilippe necesitó que le vistieran como a un niño. Empapado, trémulo, incapaz de ponerse los guantes. Un auxiliar le dio bienestar.

Eso es el Tour del emperador Pogacar, que luce de amarillo, un sol en la tormenta. Es la luciérnaga en la tempestad. Donde tiritan los cuerpos, helados, el esloveno es una central nuclear de energía con el uranio de la ambición nutriendo cada palmo de un Tour que es suyo, el segundo. A Pogacar solo la fatalidad puede apartarle de París. En los Alpes la emoción de la carrera no tiene relieve salvo para cabalgadas heroicas, como la que coronó a O’Connor en Tignes. Allí, el australiano se situó segundo en la general. Una anécdota en el reinado del monumental Pogacar, esposado a la gloria. Desde la atalaya de la Grande Boucle, el esloveno decora el Tour a su antojo. Ninguno le sostiene la mirada. Imposible. El esfuerzo de los demás: Carapaz, Urán, Vingegaard, Mas... resulta conmovedor. Solo Pogacar puede derrotar a Pogacar. Pertenece a otro linaje, el de los campeones imparables.

Quintana, que quiso como nadie el amarillo, que persiguió durante años el Vellocino de Oro, estuvo en fuga en el Cormet de Roselend, donde le acompañaron Higuita y O’Connor, líder virtual después de la rebelión en las rampas del Col des Saisies, donde se agitó la coctelera. En el Col du Pré reventaron las tripas de la carrera, convertida en un desfiladero con sabor a hiel. Resistir es vencer. Mantenerse en pie, aunque sea grogui, es un triunfo. Alrededor de Pogacar, el sepulturero del Tour, de negro los chubasqueros, pastorearon la subida los muchachos del UAE. Porte, podio el pasado año, era una alma en pena. Thomas, baqueteado por las caídas, reptó. Van Aert, el lobo solitario que no claudica, también fue una víctima de un día dantesco. El Tour es un altar del sacrificio. Un paredón donde se acumulan gritos de escombros.

El descenso del Roselend, bello y peligroso, era una visión onírica, un cuadro de William Turner. Un mar de verde salvaje, inquietante, con una cicatriz de asfalto que asustó a O’Connor, cuadrado sobre la bici. Tieso y rígido. Higuita no tenía miedo. Kamikaze como Quintana. Pogacar eligió la precaución. Solo la malaventura puede arrancar su segundo Tour de la estantería. Lo comprobó cuando su compañero, McNulty, perdió el control y cayó por un terraplén. Apilado en el retrovisor el Roselend, Higuita y Quintana imaginaron Tignes, otra muralla que superar, otro muro mental. El Tour no pudo acceder a la cumbre en 2019 con Bernal escapado. La madre naturaleza, indomable, encarnada en una tormenta brutal de granizo, provocó el desprendimiento de las laderas en Val d’Isère camino de Tignes. La granizada desbordó torrentes, provocó corrimientos de tierras e inundó la carretera por la que los ciclistas debían pasar. Ni los bulldozers pudieron desahogar la ruta al infierno.

Dos años después, Higuita y O’Connor pretendían asaltarlo. A Quintana la idea se le diluyó como lágrimas en la lluvia. El ascenso a Tignes, 21 kilómetros de tortura por encima de los 2.000 metros de altitud, garabateó una cremallera de asfalto custodiada por frondosos árboles que pasaban revista a una galería de rostros deformes. Pogacar, con la máscara de campeón, festejó la subida con calma. O’Connor, audaz, se revolvió. Dejó a Higuita, tragado por la montaña. A Pogacar, intimidador, le bastó con su presencia. Hasta soltaba las manos del manillar subiendo. Formolo era un manojo espasmos dirigiendo la subida.

Pogacar, nariz roja, mirada impenetrable escondida en las gafas de sol, pedaleaba hierático en un paisaje de postal, en su patio de recreo. Al Ineos no le gustaba lo que veía. Castroviejo tomó el timón y Pogacar quedó a solas con Carapaz, Thomas, Vingegaard, Mas, Kelderman, Gaudu, Urán, Lutsenko y Pello Bilbao entre puños que parten de la tierra y muestran su nudillos de roca en Tignes. Thomas dio fuelle a Carapaz. El ecuatoriano se encendió. Fue el anuncio del ataque demoledor de Pogacar, que no sabe girar el cuello. El líder se desprendió del velcro con su pedalada incontestable. Acomodó 30 segundos más en su panzudo morral. El Tour es un muñeco en manos de Pogacar, que lo ha liquidado cuando aún faltan dos semanas para que asome París. El esloveno activó en los Alpes la cuenta atrás para bañarse en champán. Nada frena a Pogacar. El esloveno baila bajo la lluvia, donde el resto se ahoga. Náufragos. El líder es un monstruo de 22 años que acaricía un león de peluche. Da miedo. Pogacar levita camino de su segundo Tour.