eibar - La vida es sueño. El de Ion Izagirre es el de una persecución eterna. Obsesiva e infatigable. El capitán Ahab tras Moby Dick. La ballena blanca, el monstruo que no dejaba dormir a Izagirre, tenía forma redonda. La piel, negra, de lana. Nunca pudo arponearla, siempre se le adelantaban. Le faltó puntería. Tan cerca y tan lejos. Tercero en tres ocasiones. Por eso lloró de alegría cuando al fin acarició la gloria. “Son muchas emociones. Esto para mí es especial”, se sinceró el de Ormaiztegi. Izagirre se colocó la txapela después de una etapa trepidante que provocó la revolución, la revuelta del valiente Astana que impulso a Ion Izagirre al firmamento, donde dejó de pedalear para levitar. Decía Maradona cuando ganó la Copa del Mundo que era más linda soñarla que tenerla. Hablaba del Mundial. En Eibar, Ion Izagirre era el rey del mundo, un hombre en la gloria tras remontar 54 segundos a Buchmann. Un imposible. Por eso se le precipitó el corazón y le reverberó el alma en la victoria, compartida con los suyos, con los que le arroparon en los malos tiempos, como cuando quebró su cuerpo en una curva de Düsseldorf en el Tour de 2017. Lágrimas doradas en familia. Como las de su hermano Gorka. Abrazado a su mujer Eider, con su hija Maddi en brazos en lo más alto del podio, a Ion Izagirre le atravesó la memoria el aurresku. El baile que honra al mejor.

En el podio, el achampañado Izagirre se fotografió con Dan Martin y su camarada Jakob Fuglsang. De él se desprendió Emanuel Buchmann, encomiable y conmovedora su defensa del liderato. Del tercer puesto le expulsó la mala señalización en Eibar. El alemán hizo un recto y se le torció el podio. Se quedó sin foto. Una reclamación posterior del Bora devolvió a Buchmann donde pertenecía, al tercer puesto. En el barrio de la alegría, el éxtasis pertenecía a Ion Izagirre. Dieciséis años después de que Iban Mayo izara la ikurriña en la Itzulia por última vez, el de Ormaiztegi se adentró en la historia de la carrera. Ion Izagirre rompió el maleficio. Su nombre se adentra en el palmarés de la Itzulia, una huella impresa para siempre en el panteón de la carrera vasca, que se resolvió en un thriller maravilloso, por emocionante, sobrecogedor y jadeante.

La Itzulia y su paisajes bucólicos, convertidos en un tratado de coraje, ambición y determinación que entronizó a Ion Izagirre. “Me he quitado una espina. Notaba la presión. Me he quitado un peso de encima”, dijo. Liberado. Por fin. Campeón. Una cuestión de fe. La del Astana. En la plaza Unzaga olía a pólvora al mediodía. En Eibar no solo habló el pasado de la villa armera, el de la fábrica de armas, convertidos después los cañones de las escopetas en tubos para construir bicicletas. Vehículos para la paz. En un día soleado silba la metralla, el discurso de los ciclistas frasea como un disparo y una despedida. Lenguaje bélico. De la Cruz versó sobre el último cartucho. Fue el hilo conductor de Markel Irizar, que se despide para siempre de la Itzulia. Bizipoz también recurrió a la metáfora. “Mi último cartucho”. Ion Izagirre continuó con el lenguaje explosivo. “El último cartucho”. La munición en el paladar y los balazos de la Guerra Civil aún presentes en la fachada del ayuntamiento de Eibar para recordar el asedio. En la cabeza, el fogonazo. “El rodillo está en la cabeza”, diserta Pello Bilbao. Apunte, disparen, fuego. “Alga Astana!” (¡Vamos Astana!), el grito de guerra de un equipo a toque de corneta en una etapa que quema, por corta, por nerviosa, por frenética, por acelerada. Alto voltaje. La vida en un minuto. Allí, en ese lugar al lado del fin del mundo, donde todo acaba y ya no hay lugar para rectificaciones, se siente el Astana en su hogar. Pirómanos. Maestros artificieros. Se reúnen todos junto a la hoguera, para encender las pasiones en una etapa arrebatadora, que salió disparada, desbocado el galope. La fuga no tardó en cargar el cañón ante un relieve repleto de aristas, cortante más si cabe en un kilometraje condensado, las montañas interpuestas, amontonadas, un tras otro. Una cordillera. El Astana alimentó la bestia de inmediato en una jornada que se corrió con las tripas. Lutsenko se intercedió en el Kalbario. Buchmann, el líder, supo que allí comenzaba una bajada a los infiernos, al olor pestilente del azufre. El campeón de Kazajistán puso los raíles del Astana. El tren azul. Lutsenko frenaba en las curvas cuando subía de tan rápido que trazaba. MotoGP en la Itzulia, centrifugada en la lavadora kazaja.

ATAQUE TOTAL El testigo de Lutsenko lo tomó Omar Fraile. El santur-tziarra apretó aún más la mandíbula. Más impulso. Elkorrieta era la parcela para Pello Bilbao. El huerto que regar para que floreciera Ion Izagirre en Azurki, el pequeño Mortirolo, mortal para Buchmann, que supo lo que sintió Robinson Crusoe. El líder no tuvo un Viernes que le acompañase en la isla desierta. Náufrago. Schachmann perdió las costuras. El Astana deshilachó a Buchmann. Le arrancó la camisa. Del tirón. Sin piedad. Fuglsang, el impasible, el hombre del norte, fue un vikingo feroz. Los ojos de fuego. Con el apretón del danés, el líder tembló. Con el estirón de Izagirre, Pogacar, Yates y Dan Martin, metió la cabeza bajo los hombros. El Bora era él. La soledad le abrazaba en Azurki y su imponente estampa. Una lengua de asfalto burlona, una carretera de ceniza para el líder abrasado, sin extintores y con una veintena de segundos de retraso.

Nada que ver con el repóquer de ases que estaban dispuestos a la revolución. Lanzallamas. Al todo o nada. Así se salta la banca. Se encontraron los intereses de Ion Izagirre, Fuglsang, Yates, Martin y Pogacar en el doliente Azurki. Amigos de conveniencia. Una amistad coyuntural. La cuadrilla ideal para ir de potes a Eibar. Buchmann, en inferioridad, aún sonada, en la baldosa del K. O., se empeñó. Solo ante el peligro. Nunca se abandonó a pesar de que su dorsal se colgaban dos compañeros de Yates, para que a su lastre físico, se le añadiera el dolor anímico. El líder, en el diván. Volaba Izagirre y su cofradía sin santo reproche. La hermandad. Desgañitado Buchmann en la persecución, afónico, decidió esperar una mano amiga. Llegó el grupo de Schachmann y Konrad, desperdigados, al igual que Landa, que perdió cobertura en Azurki, anudado entre fallos mecánicos. La renta de Izagirre y compañía creció. Espumosa en el encuentro con Elgoibar. Karakate y su suelo de hormigón, serpenteante, dispuso otro clavo en el ataúd del líder. Izagirre era amarillo. El color del sol. Eclipsado, Buchmann. En el peor escenario posible a a pesar de la aparición de Rubén Fernández para acercar a Landa, su jefe. Las diferencias, resuelto Karakate, se mantuvieron alrededor del 1:45. Konrad y Schachmann, la guardia de corps de Bora. El poder teutón se quedó en los huesos frente al ímpetu del Astana, que gasta el aspecto mercenario del Grupo Salvaje. Sentenciada la carrera, el líder, un Quijote, mantuvo intacto el orgullo. Honra eterna en la derrota. Karabieta, el postre a la falta del café de Eibar, dejó una intentona de Martin antes de que Yates resolviera con el maillot a dos aguas y Buchmann se perdiera por la calle San Juan porque no le indicaron el camino correcto. Ese lo encontró Izagirre, que agarraba por fin la Itzulia, su sueño.