uidar a Maradona... de terminar como Maradona. Porque Diego Maradona es cualquier niño o joven que sólo tiene el fútbol como esperanza y medio para mejorar su calidad de vida. En Chile, he compartido campo con muchos así: barrio obrero y popular, cancha de tierra, cara sucia, llegar a entrenar sin comer o a jugar sin desayunar -no porque no les gustara nada lo que había, sino porque no había nada-, zapatos de fútbol rotos, cartones en lugar de espinilleras, padres/madres ausentes por cárcel o trabajo, y de escuela casi nada. Sus pocas válvulas de escape: la pelota o la droga.

El club de barrio, su casa, el equipo, su familia y el entrenador, su educador. Figuras de apego, afecto, cuidado y responsabilidad. Mucha muñeca hay que tener para tratar con los Maradonas, porque la cagan una y mil veces y aquí es donde existen dos tipos de actuaciones: el castigo o la educación; para mí, antítesis la una de la otra, porque juntas son incompatibles para transformar y mejorar el mundo.

Lo esencial con ellos -y con tod@s- es no transar lo deportivo por sobre lo valórico -la igualdad de género incluida-, lo humano, lo comunitario, lo colectivo, con tal de ganar a toda costa un partido o una copa. Siempre dar espacio al error, ya que cada acción trae una consecuencia y deben comprenderlo en la práctica y desde el juego mismo del fútbol, porque los discursos llenos de moralina no sirven de nada. Les entran por un oído y les salen por el otro, tal como las charlas técnicas muy largas, sobre todo aquéllas que les coartan su deseo de divertirse jugando, siempre ir al frente, gambetearse hasta al árbitro y meter el gol con que soñaron la noche anterior.

Coherencia, justicia, igualdad, convicción, confianza, compromiso y afecto es lo único que piden, no paternalismo ni caridad. Son genios y magos con la pelota, extraordinarios en creatividad, y como todos los niños y niñas del fútbol formativo se merecen ser el centro de su propio proceso de aprendizaje, los reales protagonistas de éste, sin más limitaciones que las propias que genera el juego.

Maradona dentro del campo era un dios, el mejor de todos los tiempos. Jugó en una de las épocas más defensivas del fútbol a nivel táctico, donde se privilegiaba el no perder al ganar, y aun así deslumbró. No se pudo rodear de los mejores jugadores del mundo, como sí sucede actualmente, en las ligas más importantes del fútbol mercantilizado, pero, aun así, también hizo mejores a todos los compañeros que rodeó.

Fuera del campo, el Diez fue el fracaso de un sistema que usa a las personas, mientras le sirven y se puede servir de ellas, que hace del niño pobre que llega directo y sin escalas al éxito, la fama y el dinero, el ejemplo de un modelo de vida basada en el tener y no en el ser, permitiéndole y dándole todo lo que antes no tuvo, incluso lo que le hace daño y hace daño a otras. A pesar de todo, fuera del campo siempre se posicionó con los menos favorecidos, los suyos, compañeros de profesión incluso. Aunque hablando en claves actuales, hay que decir que no lo hizo con las suyas, y que llegó demasiado tarde, no llegó, o no quiso llegar a su propia deconstrucción.

Como formadores, toca atender bien a los futuros Maradona, no adularlos, educarlos, protegerlos de lobos y hienas, de representantes y marcas deportivas, de clubes que los usan y los tiran cuando encuentran otro mejor, de los amigos por interés y darles muchas herramientas, no para que sean el ejemplo de ser humano, que ni siquiera quieren ser aquellos de la crítica fácil, oportunista y descontextualizada, sino para que al menos aprendan a no autodestruirse y a respetar siempre a las que más los quieren y protegen. Si luego de eso son campeones del mundo y meten el gol más bonito de la historia, mucho mejor.

El autor es entrenador federativo avanzado de fútbol