ESTA columna es un autoplagio. Viene a ser la que escribo todos los domingos electorales, independientemente del tipo de los comicios. Quizá esta vez, por lo que nos jugamos y por cómo hemos llegado a la recta final, el mensaje tenga un carácter más urgente, más perentorio. En todo caso, la idea no puede ser más simple: cada voto cuenta. Desde luego, los que se depositan en la urna, pero también los que se dejan sin depositar.

Como digo tantas veces, no votar es una forma de votar. Una, además, que todavía se retuerce más si pensamos que los sufragios no emitidos con plena conciencia e intención acaban en el mismo limbo que los de las personas que, sin planteárselo ni un minuto, simplemente no se van a tomar la molestia de acercarse al colegio electoral.

Con todo, sí dejo claro mi respeto (aunque no comparta la actitud) por quienes practican una abstención activa y razonada. Su decisión es igual de estimable y, desde luego, democrática, que la de las personas que sí optarán por alguna de las hasta catorce formaciones que, según los territorios, habrá en los centros de votación. Y lo mismo digo de quienes apuesten por introducir el sobre vacío.

Creo que, una vez aceptado este simple principio, no podremos llamarnos andanas sobre el resultado final. Lo que ocurra será el resultado de la suma de quienes han participado y de quienes se han decantado por no hacerlo. A partir de ahí, cabrá disgustarse si los números no son de nuestro agrado, pero bajo ningún concepto será aceptable refugiarnos en el comodín que tantas veces se emplea, igual a diestra que siniestra: si es que la gente no sabe votar. A estas alturas ya deberíamos saber que los votos reflexionados y argumentados valen exactamente igual que los que salen de las tripas o de la ocurrencia del último minuto. Esas son las normas, se gane o se pierda.