María Pilar de Acedo y Sarriá, aunque hubiese nacido en Tolosa, era oriunda del pueblo de Acedo, donde su familia era propietaria del palacio. El linaje se remontaba a la Edad Media y su escudo de armas aparece en la iglesia. Las ramas del árbol genealógico se nutren de otras cunas como los Medrano, Dicastillo y Loyola. Y aún cuenta entre sus ancestros a Miguel de Echauz, un vasco que en 1362 formaba parte de la expedición que liberó a Carlos II el Malo.
Su vida, como la de la emperatriz Eugenia de Montijo, por citar otro ejemplo más o menos cercano, fue de novela rosa con tintes dramáticos. Y, de hecho, ya contamos con su biografía, muy bien documentada y bajo el título Madame de Montehermoso. Marquesa de los placeres y dama de Carresse, de Alexis Ichas. Gracias a este autor podemos conocer bastantes detalles de su azarosa existencia, que se decantó inevitablemente del lado de los más auténticos afrancesados. Por algo fue la favorita española de José I, rey de España y hermano de Napoleón I.
Pero los sucesos del 21 de junio de 1813, inmortalizados en la decisiva derrota francesa de Vitoria, la desterraron para siempre de suelo español. Nunca volvería a la patria, donde se le consideraba una de las traidoras más recalcitrantes, incluido Fernando VII, quizá su peor enemigo. No correrían mejores vientos para ella en Francia. Tras la derrota de Bonaparte y el retorno de Luis XVIII, se producirá la represión contra los imperiales, sólo suavizada en la esperanza del levantamiento de los Cien Días de 1815.
Mientras tanto María Pilar de Acedo, que había adquirido una mansión en Carresse, en la región del Béarn, al sur de Francia, no pudo permanecer allí por miedo a las tropas al mando del duque de Wellington. Acosada primero por los aliados y después por la policía del nuevo Rey, se ampara en la protección del grupo de afrancesados españoles. Pero sus compatriotas liberales, expatriados también (pero por la causa contraria, la abolición constitucional), conspiran contra ellos.
Así fue en resumidas cuentas este episodio ligado a la Guerra de la Independencia. Claro está, dentro de su trayectoria aristocrática y amorosa unida de forma indisoluble a José I, y a algún que otro mando del Ejército Imperial. Fue una mujer de mucho carácter, influencia y fortuna, aunque en extremo caprichosa.
De ello hay numerosos detalles, como el traslado desde Madrid a Francia de un aparatoso convoy con sus obras de arte y regalos del Rey Intruso, a pesar de las penurias del pueblo, intento fallido que fracasaba con estrépito en el mismo desastre de Vitoria, cuando José I tuvo que salir huyendo a pie. O el hecho de mudar la iglesia y el cementerio de Carresse, a un lugar más lejano, dada la proximidad con su palacete. El precio que debió pagar por sus desatinos egoístas fue el destierro, aunque se solazara después con una vida opípara en su retiro francés, en plena naturaleza. A su favor, no poco; la asistencia sanitaria y educación gratuitas que brindó a todos los habitantes, así como los miles de francos que dejaba a su muerte para la comunidad.
Sin embargo la añoranza, tanto de su tierra como de las pasadas glorias al lado de José Bonaparte, quizá empañasen aquel brillo que en sus sueños de juventud parecía tan real. Melancolía suavizada por la amistad con Francisco de Goya, quien también retrató a su sobrino en el Enano de Acedo; o la del insigne Víctor Hugo, cumbre de la lírica francesa. Tampoco faltaron las prolongadas visitas de su hija Amalia y su marido, José de Ezpeleta, hijo del virrey de Navarra, el conde Ezpeleta de Beire, uno de los enemigos más contumaces de los afrancesados.