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El monasterio de Iranzu tiene nombre de varón

Cada pieza del monasterio de Iranzu restaurada lleva escondida una ‘E’; la firma de Enrique Andrés, de 88 años, la mano de arte autodidacta que revivió este templo medieval

El monasterio de Iranzu tiene nombre de varónUNAI BEROIZ

PAMPLONA - La historia del monasterio de Iranzu se remonta a 1176, cuando el artajonés Pedro de París, que entonces era el obispo de Pamplona, cedió los terrenos sobre los que ahora se levanta el edificio a monjes de la Orden del Císter. Después de casi siete siglos, y habiendo vivido momentos de esplendor y decaída, la desamortización de Mendizábal (por la que diferentes edificios religiosos pasaron a manos del estado laico para su subasta) deshabitó el monasterio en 1839. Pero 100 años más tarde, la Fundación Príncipe de Viana inició una reconstrucción de esta abadía, habitado ahora por Clérigos Regulares. A este rincón de Abárzuza llegó en 1940 el joven Enrique Andrés Vélez, El Maño, que, con 14 años, acababa de abandonar su Olite natal para ayudar al albañil del pueblo, Barrachina con el traslado de sus herramientas de trabajo. Pero Andrés decidió no volver al domicilio familiar y poco a poco se fue convirtiendo en el encargado de tallar cada uno de los arcos, ventanas, altares, columnas, claustros, fuentes y capillas que lucen hoy en día.

Todas éstas salieron de la mano de un Enrique Andrés analfabeto, sin conocimientos de arte y sin saber tallar. De manera autodidacta, y siguiendo algún consejo de un cantero estellés, Santiago Bacaicoa, fue capaz de dar forma a piezas cuyo diseño, encargado desde la Diputación Foral, empezaba plasmándose en la tierra, dibujado con un palo bajo un nogal. “Después se pasaba a una plantilla de cinc o papel y ahí empezaba mi trabajo”, explica este olitense de 88 años. En total, 28 años de trabajo que comenzaron con una dovela (cada una de las piezas que forman un arco de medio punto) y terminaron con una fuente exterior del monasterio. Entre todas, recuerda con gran cariño la iglesia de la abadía: “Hice los tres altares, las dos capillas...”

TRABAJO DURO “¡Qué calamidades pasamos, qué hambre, qué frío!”, suspira Enrique Andrés; le gusta revivir a viva voz, una y otra vez, aquellos años. Pese a la dureza de las condiciones de vida, este cantero decidió quedarse en Abárzuza “porque en mi casa éramos seis hermanos y muy pobres”. Aun así, dice haberlos disfrutado al máximo. “Fui muy feliz allí, volvería a vivir todo aquello”, asegura con rotundidad. No muestra más que orgullo cuando habla de las casi tres décadas que pasó trabajando por y para el monasterio, una labor que no estaba hecha para cualquiera. “Mi padre vino a trabajar y apenas aguantó 15 días”, dice entre risas. Lo peor de todo, destaca, el frío y la nieve: “Mi suegro guardaba las pieles de los conejos que comíamos para que me forrara las piernas, como si fueran polainas, hasta las rodillas. Y a trabajar, con la nieve hasta la tripa, abriendo camino entre los cuatro kilómetros que hay entre Abárzuza e Iranzu”.

SUPERVIVENCIA Aparte de las ocho horas de trabajo diarias, este olitense también tuvo tiempo para ser, durante los primeros años, ayudante de herrero. Después empezó a pintar las casas de Abárzuza, a trabajar en la cantera extrayendo el material que más tarde tallaría y, además, sacó momentos para hacer pequeñas chapuzas en piedra “para quien me lo pedía”. Y es que el sueldo como cantero era “una miseria. Era un trabajo de artistas pagado como si fuera de peones”; apenas 10,30 pesetas de las de entonces por día. “Pagar a la patrona (la dueña de la casa en la que vivía) costaba 9 pesetas, así que ni teníamos para comprarnos alpargatas”. Pero Enrique Andrés fue ahorrando cada moneda y, años más tarde, consiguió comprarse una bicicleta para ir a trabajar. Después, una movilet, en el año 66.

Aún así, guarda buen sabor de boca todos aquellos años. “Todo lo bueno compensa lo malo”, señala. De aquella experiencia se llevó lo mejor de su vida: su mujer, Pilar Vélez, y la hija que tuvo con ella, Hortensia. Juntos recuerdan con una sonrisa cómo madre e hija subían hasta Iranzu para comer con Enrique, con quien volvían al monasterio todos los domingos para comer y cantar jotas junto a los frailes.

Tras 28 años en los que su mano dejó incrustada una E escondida en cada obra como firma (“Están en la base de la piedra o entre dos piezas unidas porque no se podían ver”), en 1968 se dieron por terminados los trabajos de rehabilitación. Entonces lo destinaron a Olite, desde donde talló piezas para el palacio de esta localidad, así como una gran piedra redonda de la catedral de Pamplona y decenas de piezas para iglesias de toda Navarra.

Tras jubilarse en 1979, vive en la Rochapea con su hija y yerno, desde donde revive en la memoria todos aquellos años. Con ellos suele volver a Iranzu, unas visitas que le producen “una emoción y felicidad tremendas”.