berriozar - El 22 de febrero de 1916 nació Margarita Eslava Galar, la primera en ser inscrita en el censo municipal como nacida en Berriozar. Hoy, 100 años después, celebra su cumpleaños en la casa que la vio nacer, Ezkonberri. “Es euskera, quiere decir recién casados”, aclara.

Pero fue ayer, “que era día de fiesta y más fácil que pudiésemos estar todos” cuando todo el pueblo viejo al completo se reunió en el patio de su casa, en el patio de Margarita. “¡Olá, qué fiesta! ¡Cuánta gente!”, exclamó la centenaria cuando, agarrada del brazo de su hija menor Juana, entró en casa después de asistir a misa en la iglesia de San Esteban. Margarita no usa bastón, dice que no le hace falta, le vale con cogerse del brazo de alguien. Pero los años pesan y Margarita necesita sentarse para poder disfrutar del homenaje. Lo mismo ocurre con sus vecinas, todas superan los 90 años y, con una sonrisa y un “gracias bonita” agradecen las sillas que les han sacado para que acompañen a la homenajeada en un día tan especial.

Con una sonrisa nerviosa y arrastrando una guitarra más grande que él, Aritz Lekumberri avanza hasta situarse al lado de Margarita. El joven músico se sienta en la silla que le han preparado a la derecha de la centenaria y, con dedos nerviosos, comienza a tocar la canción que tantas veces a ensayado para este día; Cumpleaños feliz. Margarita le sonríe y, en cuestión de segundos, las voces de todos los presentes acompañan los acordes de Aritz.

Al terminar el joven músico, el resto del pueblo empieza a cantar Camino verde y Cielito lindo, unas canciones que Margarita no duda en cantar, con ojos brillantes y mucha ilusión, y, para terminar, Yo vendo unos ojos negros. Aún resuenan las últimas notas de esta tercera canción cuando el alcalde Raúl Maiza se acerca a Margarita para colocarle un pañuelo rojo en el cuello. Mientras, las vecinas nonagenarias reclaman la atención del alcalde para saludarle, Miguel y Juanito, de la sociedad Leku Alai, a la que Margarita “lleva años cediéndoles un local”, se acercan a la centenaria para darle un regalo. Se trata de un colorido pañuelo que la protagonista, coqueta, no duda en ponerse al cuello.

Ahora les toca a los vecinos y vecinas de Margarita, que le regalan una fotografía enmarcada. “La hicimos hace unos días y salimos todos”, comentan. A Margarita le encanta, tanto que, olvidándose de sus 100 años, se levanta con los brazos en alto para que todo el mundo vea el regalo. Cuando ha pasado la emoción, Andoni Jiménez empieza a tocar el txistu y el tamboril. Su hija Olatz se sitúa delante de la centenaria y comienza a bailar un aurresku en su honor que termina con un gran aplauso.

Mientras los demás disfrutan de la comida y el buen ambiente, Margarita está sentada en una silla y, rodeada de todos los que la quieren, echa la vista atrás y rememora algunas de sus vivencias. “En esta casa nací yo. Se llama Ezkonberri, que en euskera quiere decir recién casados y aquí he vivido momentos buenos y malos”, explica Margarita.

Buenos como, por ejemplo su boda con Valentín Arlegi, con quien tuvo tres hijas; Mariángeles, Imelda y Juana. O aquellos tiempos en los que Berriozar era un pueblo de labradores. “Aquí, en el patio, nosotros teníamos vacas lecheras. Mi madre las ordenañaba todos los días y luego iba a Pamplona, andando, a vender la leche. También había ovejas, gallinas y cerdos...”, comenta Margarita con los ojos brillantes.

La homenajeada también recuerda sus tiempos como alumna, cuando estudiaba en “la escuela de aquí y en la de Dominicas”. “Cogíamos la villavesa donde Cuatrovientos y hasta allí íbamos andando. Mi padre siempre nos decía que cogíamos la villavesa solo para la cuesta, que gastábamos el dinero para nada”, confiesa entre risas. También fue en aquella época cuando se instauró la Segunda República y al ir a clase Margarita se encontró con que “habían cerrado la puerta. Las monjas y los frailes tenían miedo”.

Y también hay recuerdos malos, oscuros; los de la guerra. “Los pasamos mal, muy mal. Cosíamos calcetines para los carlistas y, cuando nos traían lanas, también jerseys”, recuerda Margarita con semblante serio. Pero pronto vuelve a sonreír, sobretodo cuando su memoria viaja hasta el lavadero del pueblo. Ese en el que pasaba las horas lavando la ropa y hablando con las demás mujeres. “En invierno llevábamos ladrillos que habíamos calentado en casa y nos los poníamos en los pies. Teníamos las manos tan frías que nos parecía que el agua de la fuente salía caliente...”, comenta Margarita, con la sonrisa de quien ha vivido mucho.