Lantz, un pueblo entero volcado con su carnaval
los vecinos y vecinas, con el bueno de ziripot a la cabeza, volvieron a capturar al malvado miel otxin pese a los esfuerzos de zaldiko
Sentada en una silla de su cocina, Mari Carmen Saralegui observa como Zaldiko y un ejército de txatxos dan buena cuenta de las dos fuentes de lechefritas que ha preparado especialmente para la ocasión. “ Hago la pasta un par de días antes y luego ya, las voy friendo. Es tradición, vienen todos los años antes de salir”, explica esta vecina de Lantz, cuya casa es la primera en la ronda previa a la quema del malvado Miel Otxin. “Comenzamos con esto cuando yo era joven. Ahora me las piden mis hijos y espero que, en el futuro, me las pidan mis nietos”, confiesa la anfitriona de los txatxos, que encabezados por Luis Mariñelarena, Zaldiko, se dirigen a la Posada.
“En el desfile participamos unas 50 o 60 personas, aunque luego hay mucha más gente que trabaja en los preparativos”, apunta Mariñelarena, que tenía 25 años la primera vez que se transformó en la fiel montura del malvado bandido Miel Otxin. Recibió el testigo de manos de Esteban Ziga. “Me dijo; hoy lunes sales tú y mañana ya veremos y, al final, también salí yo. Pero él siempre venía conmigo, vestido de txatxo, dándome consejos y contándome secretos inconfesables”, bromea el hombre tras Zaldiko, ya en el sabayao de la Posada. A su alrededor, los casi 40 txatxos se afanan en vestirse, sujetar bien sus coloridos y puntiagudos gorros y, sobre todo, el pañuelo que cubre sus caras. “El número de txatxos suele ser entre 35 y 40 personas, pero varía. Depende de los que hayan podido venir. Los herreros son entre seis y ocho y luego también están Zaldiko, Ziripot y las seis o siete personas que bailan a Miel Otxin”, enumera Mariñelarena, mientras ayuda a su eterno enemigo Ziripot, encarnado por Joseba Aríztegui, a vestirse.
Poco a poco la buhardilla de la Posada se va llenando de txatxos. Algunos, impacientes, golpean las vigas de madera con sus escobas y otros se asoman a las pequeñas ventanas del sabayao para asustar a los espectadores con sus agudos chillidos. Mientras tanto, Ziripot avanza pesado, apoyándose en su bastón de madera, en dirección a las escaleras y Zaldiko corre y relincha a su alrededor. “El testigo de la tradición se pasa de una generación a otra. Es algo que surge de las dos partes, el joven que quiere entrar y el mayor que le cede el puesto”, señala Mariñelarena, satisfecho con el interés que muestran los vecinos y vecinas más jóvenes del pueblo. “Se están encargando de que la tradición siga adelante”, apostilla.
A pocos segundos de que se abran las puertas de la Posada, los txatxos aúllan y saltan, tratando de asustar a todos los que les esperan en la calle. “Ahora viene mucha gente, pero han habido años en los que ha venido mucha más, venían las ikastolas con los txikis... Hasta veinte autobuses hemos llegado a tener aquí”, recuerda Mariñelarena, segundos antes de ser invadido por el espíritu de Zaldiko. Cuando por fin desaparecen las barreras que separan la mitología de la realidad, una jauría de txatxos sale corriendo, entre gritos y escobazos, en pos de los herreros. Tras ellos, con paso lento y algo torpón, Ziripot, tratando de esquivar sin éxito los envites de Zaldiko. Cerrando la comitiva, Miel Otxin, preparado para purgar sus delitos en la hoguera.